AUTORES LEONESES
Como una zanja abierta en la mitad del corazón
Aunque no escribiera versos, el poeta nunca dejó de serlo. De La lluvia amarilla (1988), por ejemplo, brota un hondo aliento lírico. Sin embargo, ocho años antes de la novela, Llamazares había dejado prácticamente de escribir versos tras una cosecha de dos únicos libros: La lentitud de los bueyes (1979) y Memoria de la nieve (1982), que Hiperión venía reeditando en un solo volumen con una constancia pareja a la de los lectores fieles, entre los que me cuento. La misma editorial nos da ahora una especie de poesías completas hasta el momento, Versos y ortigas (Poesía 1973-2008) : a los dos libros casi míticos se agregan Los inicios , once composiciones primeras, entre 1973 y 1978, Retrato de bañista , tres poemas de 1983 que formarían parte de un poemario que «se quedó en el camino como tantas otras cosas de mi vida», y Las ortigas , dieciséis piezas compuestas entre 1984 y 2008, título, como el del libro, alusivo metafóricamente al huerto poético abandonado, pero en el que crecen espontáneamente estas plantas, estos poemas, pocos, pero «determinantes»: «No en vano considero que la poesía es, no sólo el género poético por excelencia, sino que debe sustentar y alimentar cualquier otro que se escriba», como Llamazares escribe en el prólogo.
Alguien tildó a la poesía de Llamazares de «nueva épica» y el remoquete tuvo éxito; pero por más coral que sea, la palabra surge de las emociones de un sujeto que asume las voces de la memoria personal y colectiva ubicada en el Norte peninsular. Lirismo y lirismo pleno, al fin, con las características esenciales de brevedad, intensidad y sugerencia.
En Los inicios está ya prefigurado el Llamazares posterior, pero sin la solidez del poemario unitario y la asunción del oficio del bardo que canta lo perdido. Una ciudad cualquiera, un día cualquiera y un hombre o una mujer cualquiera con las ilusiones inundadas por el tedio provinciano; los hombres de una raza con «un hambre de siglos en la memoria», la evocación del padre, tan presente en la poesía de Llamazares, y de la guerra civil, aspectos generacionales, y entre ellos el homenaje devoto y melancólico de dos maestros, Machado y Juan Ramón Jiménez, y, en fin, el frío, el invierno, la soledad. Pero ¿cómo leer esta poesía sin el recuerdo sonoro de La lentitud de los bueyes y Memoria de la nieve , complementarios y únicos en la poesía española de primeros de los ochenta y en años posteriores? Una naturaleza de nieve, acebo, jara, retama, genciana, brezo y grosellas sirve de marco a la memoria reactivada por un bardo que se remonta en el tiempo hasta el origen, hasta la tradición de la lentitud como costumbre de unos antepasados, de «una raza de pastores» que el poeta evoca desde un presente que ha derivado aquel mundo heroico hacia el abandono, el silencio, la soledad, el olvido y la tristeza. La simbología rural sirve de expresión a un mundo secular del que el bardo moderno se siente heredero y cantor en versículos salmódicos imbuidos del ritmo de la lentitud que el poeta canta con el tono sentimental de la tristeza. Lo dicho conviene sobre todo a La lentitud de los bueyes . En Memoria de la nieve se acentúa el aspecto legendario («caminamos hacia el país de las leyendas») y la idea del bardo cantor de tiempos ancestrales, del paisaje de la memoria que no es otro que el de la nieve como símbolo, nieve calificada de «indestructible», entre otras cosas porque la memoria y la poesía la preservan. Memoria y tiempo son los ejes del libro: un tiempo tan lejano, heroico y legendario que sólo es posible evocar con una memoria imaginaria y creadora, poética, en suma. Pero el presente se impone al fin, y desde él «no hay allí liturgias milenarias», sino sólo «paisajes abrasados por el tiempo». De ahí la actitud del bardo, que se siente solo «en esta noche última, como un toro de nieve que brama a las estrellas».
Los poemas de Las ortigas , compuestos a lo largo de casi 25 años son por ello más diversos; tienden algunos a la brevedad extrema, a la instantánea, a la acuarela, si bien otros («Los pies de mis padres», «La casa cerrada» y alguno más) mantienen el tono y la actitud de los poemarios anteriores. En cualquier caso, la poesía no se ha ido, sigue habitando la casa del poeta.