Diario de León
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León

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H ermando Mirabal humedece la tela en el lavamanos cuidando no rozar a las cucarachas que bullen en torno al tragante. De dos zancadas regresa a la cama y coloca el paño húmedo en la frente de Ismael.

Sólo han pasado cuatro años desde aquella tarde cuando Ismael Stefano, coincidiendo con el estallido de los azahares, descendió del autobús de Alsina Graells para tomar posesión de la ciudad. Su jolongo verde oliva contenía cuatro camisetas, dos pantalones, unas zapatillas Nike y una Guía rápida de conversación en inglés . Sus dieciocho años recién cumplidos contenían un metro ochenta y dos de estatura, noventa kilos de músculos y una melena ensortijada color caoba.

Cuando Hernando llegó, hace cuatro horas, Ismael se golpeaba contra las paredes y apenas se le entendía. Bisbiseaba las palabras entre los labios agrietados, y temblaba como esos enfermos de malaria en los cuentos de Somerset Maugham que fascinan desde niño a Hernando Mirabal, siempre soñando con un papel protagónico en escenarios exóticos y no esta actuación de reparto que es su vida en una ciudad acotada por ritos que se repiten año tras año tras año.

Tan pronto lo vio entrar, Ismael Stefano le arrebató la papelina, pero fue incapaz de abrirla. Bajo su mirada codiciosa, que no perdía detalle, Hernando la preparó con cuidado y se la inyectó. «Es lo mejor que te habrás puesto nunca». Pero Ismael no respondió. Ya iba volando como un cometa en dirección prohibida.

Entre semana santa y feria, fulguró por primera vez en el cielo de la ciudad el cometa Stefano. Su vitalidad voraz y sin escrúpulos cultivó en pocas semanas una rutilante cola de admiradores: señoras maduras, casadas y solventes; jovencitas recién plumadas y semivírgenes que piensan con las circunvoluciones de la piel; adolescentes de sexualidad indecisa; hombres muy hechos que, tras veinte años de matrimonio y cuatro hijos, acababan de tomar la alternativa. Hernando ha leído que los cometas tienen un núcleo pequeño de hielo y polvo, aunque su cola de gases, que se apaga al alejarse del Sol, se extienda millones de kilómetros.

Contempla lo que queda de Ismael Stefano: sesenta kilos de huesos y piel apergaminada, normalmente cetrina, ahora cianótica. Una oquedad desdentada donde hubo labios pulposos y dentadura blanquísima, con un par de dientes demasiado grandes que subrayaban la perfección del resto. Un extraño bonete de pelo, grasiento y apelmazado, le cubre la cadavera. Hace tres horas y media tuvo varios ataques de tos y su respiración se volvió lenta y forzada. Acercando el oído, Hernando pudo escuchar gorgoteos y un silbido mortecino que parecía provenir directamente de sus pulmones. Los músculos del cuello, las venas, se hinchaban con cada inspiración, como si el cuerpo hiciera un esfuerzo insoportable para trasegar cada porción de aire. Pero, hora tras hora, la respiración se ha vuelto más leve, sus pulmones se han ido desinteresando en el oxígeno, y los dedos, las uñas, los labios, se han teñido de un azul fantasmagórico. Sangre azul (las palabras cruzan por su cerebro sin que él las convoque). Pero Hernando sabe que no. Nada más lejos. Muchas veces intentó, siempre infructuosamente, corregir los modales campesinos de Ismael Stefano: sus pésimas maneras en la mesa, su falta de discreción, su grosería verbal. Su elegancia, en cambio, era innata. Vistió su primer Alexander McQueen de tres piezas -”el que le regaló la esposa de aquel ganadero cordobés-” como si no hubiera usado otra cosa en su vida. Con una copa en la mano, podía pasearse por los mejores salones, siempre que no cambiara con frecuencia de copa ni abriera la boca. Para ser perfecto, sólo le faltaba ser mudo.

Hernando vuelve a empapar el paño y lo coloca sobre su frente. La fiebre ha descendido. Le pregunta si quiere beber agua, pero no hay respuesta. Ismael masculla algo ininteligible y su pecho se mueve espasmódico, para aquietarse pocos minutos más tarde. Tras la dosis, dijo que se sentía débil y confuso, y se bebió uno tras otro tres vasos de agua. Pero sus labios siguieron agrietados por una sed que quizás nada tuviera que ver con el agua. Hernando le toma el pulso, que es muy débil, y ve la lengua decolorada a través de la boca entreabierta. Durante un buen rato tuvo espasmos estomacales, gases y contracciones musculares en brazos y piernas. Tres horas atrás, sus pupilas dilatadas intentaban ver lo más posible, hasta que se cansaron de este paisaje miserable. Ahora abre de nuevo los ojos, pero sus pupilas son dos puntos negros, diminutos. Quizás no alcance a ver nada con esos ojos de no muerto. Y no es que antes viera demasiado. Estaba tan absorto en sí mismo.

Al principio, deslumbró a los productores de sus películas. Un físico extraordimario, dotes histriónicas, naturalidad ante la cámara, veinticuatro centímetros de virilidad incansable al servicio de cualquier sexo, y disponible él mismo para cualquier papel (salvo lluvias doradas y escatofilias). Era el Russell Crowe del porno. Se cotizaba por centímetros/minuto, y su caché se disparó a la misma velocidad que su impertinencia. Ponía condiciones de Mick Jagger a sus productores, maltrató en público a maridos cornudos pero poderosos, y humilló a damas que podían volatilizarlo con un golpe de sus sortijas. Hasta que su productor le colocó delante el resultado de los análisis. «Positivo», fue lo último que le dijo.

Hernando Mirabal contempla las contracciones en las piernas de Ismael, y recuerda los espasmos de la rana cuando le pasaban una corriente eléctrica en el laboratorio de Biología. A las cuatro horas y seis minutos de inyectarle su dosis, los movimientos cesan de repente y en los ojos muy abiertos de Ismael Stefano las pupilas recuperan su tamaño normal, cuentas de vidrio que no miran a ninguna parte. Hernando comprueba que el pulso se ha apagado y le cierra los ojos con una caricia.

Estudia, como si los viera por primera vez, los muebles desvencijados, la mugre en las paredes, el cuenco con restos de una comida prehistórica y una chaqueta Santorio de mil euros, rasgada por el codo, tapando el hueco en el cristal de la ventana. Hernando marca nueve dígitos en el móvil. Cuando escucha la voz de Isabel, su hermana menor, responde con un escueto «Ya está», y corta la llamada.

Acaricia el rostro de Ismael Stefano, ahusado por la muerte.

-” No debiste hacerle eso. Ella confiaba en ti, Ismael, y tú ya lo sabías. No debiste hacérselo.

Hernando recoge jeringuillas, gomas, la cápsula de cristal, la papelina desechada, la cucharilla y el mechero. Se agacha sobre la cama. Lo besa suavemente en los labios y sale cerrando con cuidado la puerta, como si temiera despertarlo.

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