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León

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L eón es una ciudad vetusta y gloriosa. Otras ciudades seculares -“como Toledo, como Villanueva de los Infantes- ofrecen la impresión de un museo frío, desierto; las callejuelas han dejado de vivir hace siglos; los nobles e inmensos caserones están cerrados; acaso sólo de tarde en tarde un recio portón gira sobre sus goznes enmohecidos y una vieja silenciosa aparece en la monumental portalada; no cruza nadie por las plazas; quizá un estrepitoso palacio de ladrillos rojos -“la Diputación Provincial o un Banco- rompe la armonía del conjunto y pone hálitos de frivolidad moderna entre las viejas piedras; no alienta, en fin, la ciudad; su espíritu ha pasado hace ya muchos años; sólo los palacios, las torres, los tejadillos, las veletas, los escudos, los anchos aleros, las rejas y los balcones saledizos, los ábsides, perduran en un ambiente que no es el suyo...

Pero en León no sucede nada de esto: no os encantan en la vieja ciudad sus monumentos; los palacios son raros, las calles están formadas por casas sencillas, pobres; si se exceptúa la catedral, nada hay aquí que no encontremos en cualquier diminuto y arcaico pueblo de las Castillas. Mas el espíritu de la antigua España -“y esto es el todo- se respira en estas callejas, en estos zaguanes sórdidos, en estas tiendencillas de abaceros y regatones, en estos obradores de alfayates y boneteros, en este ir y venir durante toda la mañana de nobles y varoniles rostros castellanos, llenos, serenos, y de caras femeninas pálidas, con anchos y luminosos ojos que traducen ensueños. Yo he caminado absorto por estas calles.

L as calles tienen su alma en sus títulos, y las de León poseen el privilegio, rancio y aristocrático, de los rótulos castizos. ¿No os dice nada la calle de las Barillas? ¿Y la de la Revilla? ¿Y la de la Cazalería? ¿Y la de los Cardiles? ¿Y la de la Plegaria? ¿Y la del Conde de Luna? Sobre las tiendecillas y los portales campean rótulos en que leéis apellidos que no os dicen nada y que os sugieren un mundo de cosas imprecisas y remotas. Obrador de sombrerería de Isidoro Pirla , dice en esta parte. Confitería de Tomás Rodríguez , dice en la otra; y más lejos, en grandes letras negras sobre un grisáceo fondo: J. Pernía, procurador . ¿Qué ideales, qué dolores, qué fugitivas alegrías, qué horas lentas, monótonas, representaron todas estas vidas opacas que nos indican estos letreros? ¿Qué mundo de sensaciones tan hondas, tan grandes como las de un héroe o de un poeta, simbolizarán estos nombres desconocidos, oscuros, metidos en sus tiendas pequeñas y en sus estudios?

N uestro paseo continúa. De cuando en cuando, al volver de una esquina, aparecen, en el fondo, por encima de los tejados negruzcos, sobre el cielo azul y diáfano, las dos torres agudas, esbeltas, de la catedral. Acaso en un balcón, una muchacha que cose silenciosa levanta la cabeza y fija los ojos en nosotros. ¿Se llamará Constanza, Blanca, Lucinda o Leonor? Nos detenemos un momento, atraídos por una fuerza desconocida; luego proseguimos nuestra marcha, un poco entristecidos no sabemos por qué. Y ya nos hallamos en una ancha plazuela, solitaria. Yo no he experimentado jamás una sensación tan intensa de soledad y de sosiego como ahora. Entre los guijos menudos que forman el piso de la plaza crece la hierba clara; unas acacias pálidas cercan el ancho ámbito y destacan su follaje sobre los viejos muros; las ventanas aparecen cerradas, y de rato en rato unas palomas vienen lentas, caminan un instante sobre las piedras y tornan a marcharse pausadas. Y hay por la plaza solitaria, esparcidos, papeles rotos, esos papeles que el viento lleva de una parte a otra, que son como el símbolo del abandono y de la desolación, y en que encontramos frases truncadas que tienen la elocuencia de lo incomprendido y de lo absurdo. Yo he recogido de estos papeles en la plazuela del Conde de la vieja ciudad; entre ellos ha venido a mis manos -“traída por el sabio azar que concierta las cosas- una tarjeta extraña. No podía ir a otras manos sino a las de un observador que se desentiende de los grandes fenómenos y se aplica a los pormenores triviales. Esta blanca cartulina es de una monja: «La Abadesa y Comunidad de Religiosas Concepcionistas Franciscas de León», rezan los caracteres impresos, y a continuación, con letrita sutil y clara de mujer: «Mi amadísimo don Paco: Le mando el libro, enmendadas las erratas; lo que reste hasta igualar, puede quitarlo usted de los alcoholes y comerio, sobre todo del de don Cipriano Puente; y puede quitar usted también algo de vino.- Sabe le ama en Cristo su afectísima y s.s., Sor Gabriela de la Purificación...».

E l ensueño está en marcha. ¿Quién no hubiera echado a volar su fantasía ante esta tarjeta, encontrada en la desierta y vieja plazuela leonesa del Conde? Sor Gabriela es la abadesa de un convento; sor Gabriela tendrá las manos blancas, de color de cera, transparentes; sus ojos mirarán con una serenidad dulce; en sus labios vagará una sonrisa de melancolía y resignación. Sor Gabriela andará despacio, en silencio. El claustro que conduzca a su celda estará enjalbegado con cal blanca; se verán limpios, fregados, los ladrillos rojos del piso, y la luz, una luz viva, fúlgida, reverberará con la misma intensidad desde la mañana hasta la noche. Sor Gabriela tendrá sobre una mesa un cristo de marfil, acaso también un libro místico de Granada o de Nieremberg, y con toda seguridad un jarrito de tosca porcelana en que habrá puesta una vara de nardos. Sor Gabriela, a lo largo del día, leerá un breve rato en estos libros, y otros ratos abrirá otro gran libro blanco e irá escribiendo en él con letrita alargada y etérea. Lo que Sor Gabriela escribe en estas páginas son las cuentas prosaicas del monasterio. Santa Teresa quería, en su Modo de visitar los conventos de religiosas , que se llevaran escrupulosamente estas cuentas. «Lo que quise comenzar a decir es -“escribe- que se miren con mucho cuidado y advertencia los libros del gasto».

Y este libro de que habla la mística doctora es precisamente el libro que sor Gabriela -“como se lee en su tarjeta- le mandó para su examen a don Paco.

¿Dónde vivirá sor Gabriela? ¿Qué patio sosegado, con laureles y rígidos cipreses, se verá desde las ventanas de su celda?

(De Obras selectas de

«Azorín» , «España».

Artículo aparecido inicialmente en ABC , septiembre de 1905)

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