Diario de León
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León

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E ste año se han cumplido cuarenta años de la muerte de este cura de aldea que fue toda su vida don Manuel. Tras sus inicios en Fornela, pasó el resto de su vida pastoral en los repliegues de la sierra de Jistredo: Urdiales, Colinas, Quintana de Fuseros e Igüeña, fueron, entre otros, los pueblos que tuvo a su cargo. En aquellos parajes tan familiares para él, pues había nacido en Noceda, además de la cura de almas, pudo dar cumplida satisfacción a su gran afición que era la caza.

Conversador ameno y alegre, era un placer charlar con él. Había pasado por tantas peripecias, que era difícil encontrar algún asunto de la zona del que él no pudiera dar explicación. En más de una ocasión él y mi tío Antonio, compañeros de tarea pastoral durante más de treinta años, salvaron milagrosamente la vida; pero él lo contaba con tal alegría y humor, que más parecía un cuento que un hecho real.

Intentaré contar, sin el humor con que él sabía hacerlo, el episodio de los lobos de Xáfara. Ocurrió a principios de los años treinta y era la víspera de la Candelaria. Don Manuel estaba encargado de Urdiales y subía a caballo desde Noceda para celebrar la fiesta de Las Candelas el 2 de febrero. Entonces no había pistas y el camino desde Noceda, una vez pasada la Reguera de La Fragua, sólo era apto para caballerías. Era una subida larga y pronunciada. Desde la Reguera, subía casi a plomo por el Tesón hasta la fuente de Romeriello. En dos o tres kilómetros se superaba un desnivel de más de trescientos metros. Desde Romeriello al alto de Xáfara, la pendiente era menos pronunciada y, como había algo de nieve, don Manuel se entretenía en descifrar las huellas marcadas: de perdiz, de corzo, de liebre, de lobo... Distraído con estas observaciones no dio demasiada importancia a la advertencia que le había hecho Leopoldo. Poldo venía de Urdiales en compañía de otra persona que él no identificó y se cruzaron a la altura de la fuente, uno por el camino y el otro por el atajo: «Don Manuel -”le dijo-”, en el alto encontrará compañía». Poco antes de llegar al alto, el caballo dio un resoplido característico que tendría que haber sido advertencia suficiente, pero don Manuel siguió sin inmutarse, abstraído en sus observaciones cinegéticas.

C oronó el alto y llegó a la campa de Xáfara, entonces convertida en blanca alfombra de nieve, sobre la que únicamente sobresalían unas grandes losas de pizarra clavadas en el suelo que señalizaban el camino. El caballo comenzó a encabritarse y... apareció la compañía: uno, dos, tres... siete lobos comandados por un enorme lobazo de pelo grisáceo, casi canoso.

¡Cómo echó de menos su escopeta de caza! Tranquilizó al caballo y montó una Star del 6.35 que llevaba. Sólo tenía siete balas y aquellas pistolas, casi de juguete, se encasquillaban con facilidad. Había que conservar la calma y rezar. Él sabía que, si hería y asustaba al jefe de la manada, podía salvarse, si no, estaba perdido. Dejó que los lobos lo rodeasen y, cuando tuvo cerca al gran lobo gris le disparó dos veces. La pistola no se encasquilló y el lobo hizo unos movimientos instintivos que indicaban que los tiros habían dado en el blanco. No siguió disparando porque las cinco balas restantes había que reservarlas, por si acaso, para el cuerpo a cuerpo. Espoleó el caballo; y los lobos, por efecto de los disparos o de las oraciones, lo dejaron y se fueron en dirección al Piornal de Collada.

Tras el susto y el sofocón bajó la larga pendiente hasta Urdiales casi sin enterarse, como quien sale de un tormento. Llegó a la casa rectoral, metió el caballo en la cuadra y él se dispuso a pasar la noche. Encendió la estufa con unas urces y acercó la cama para dormir más caliente. Rezó a la luz de una vela las Vísperas y Completas del Breviario y, tras despachar la cena que traía medio preparada de Noceda, se metió en la cama.

E l día había sido agitado y al amor de la estufa se quedó enseguida dormido. Al cabo de un rato, empezó a tener pesadillas: los lobos lo achagaban , unos lo acosaban y otros le clavaban sus colmillos en el cuello. El dolor fue tan vivo, que despertó. Lobos no había, pero el dolor era real. Tenía el cuello acribillado. Encendió la vela y descubrió el misterio. Al calor de la estufa, se habían despertado las avispas que tenían el avispero pegado a la cabecera de la cama y habían buscado un bocado jugoso: el cuello de don Manuel. Tras los lobos reales de Xáfara, lo habían atacado los lobos del sueño de Urdiales y, curiosamente, éstos resultaron ser más dañinos que los primeros.

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