El Valle del Silencio
L os miembros de la Santa Milicia anduvieron durante toda la noche. El cielo estaba completamente despejado, sin brumas que ocultasen la nube de estrellas que, al igual que un candelabro de candelas infinitas, iluminaba la oscuridad e indicaba la dirección por seguir. Los caminantes avanzaban en silencio por una estrecha vereda detrás del carro de su guía y en ningún momento levantaron la cabeza para contemplar la «cadena del dios Lug» de los antiguos astures, el «camino de la leche de la diosa Hera» de los griegos, el «río» de los árabes en cuyas aguas saciaban su sed cuatro camellos, el «río de luz» de los hebreos», el «camino de San Yago», en fin, de los cristianos, que unía el Oriente y el Occidente, misterio insondable para los seres humanos y fuente de leyendas.
Robert Lepetit sí alzó la vista hacia el cielo y observó la estela luminosa que lo escoltaba hacia su destino, al tiempo que le venía a la mente un pasaje del Libro de la Revelación , uno que repetía a menudo: « También apareció otra señal en el cielo: he aquí un gran dragón escarlata, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y en sus cabezas siete diademas; y su cola arrastraba la tercera parte de las estrellas del cielo, y las arrojó sobre la Tierra .» El denso reguero celeste que flotaba por encima de ellos lo componía, sin duda, el tercio de las estrellas del cielo mencionado y caería sobre la Tierra en cuanto el Dragón estuviese listo para entablar la batalla definitiva. Era preciso que él y su ejército también estuviesen separados. Si el Libro estaba en lo cierto, si el difunto canónigo tenía razón, no quedaba mucho tiempo por delante para disponer la lucha, pero lo lograría, aunque lo primordial ahora era encontrar un lugar seguro para él y sus hombres, un refugio alejado de la ruta, lejos del alcance de las órdenes militares que controlaban los caminos y a los caminantes. Un grupo de viajeros vestidos de negro, sin ninguna marca distintiva en sus ropas y sin aspecto de peregrinos no pasaba desapercibido, y los monjes soldado tenían espías en todas partes. Se aproximaba a la encomienda templaria de Ponteferrato y era preciso evitarla a toda costa, pero desconía la comarca y esperaba una señal que le indicara la dirección que debería seguir. Se detuvieron a reponer las fuerzas en un poblado situado nada más iniciar el descenso de un puerto de montaña, llamado Acebo. Existía allí un pequeño albergue donde fueron acogidos con amabilidad por los dos frailes encargados de atender a los caminantes. La casa tenía unas dimensiones reducidas, con una sola estancia utilizada como cocina, comedor y dormitorio. Unos colchones mugrientos, rellenos de paja, se apilaban en un rincón y, a su lado, podía apreciarse una pila de mantas igualmente usadas. Al parecer eran los únicos «peregrinos» llegados aquel día.
-”Disculpad lo humilde de nuestra hospitalidad -”se excusaron-”. Vivimos de la caridad y no es mucho lo que podemos ofreceros, sólo sopa de berza y castañas, y agua.
S in decir palabra, Robert les tendió una moneda de plata. Los dos frailes intercambiaron una mirada brillante; uno de ellos salió a toda velocidad y regresó al poco con un cordero entero, limpio para ser asado, y una garrafa llena de vino. Los viajeros habían pasado frío, tenían hambre y sentían en sus piernas el esfuerzo de la subida. No dejaron del cordero más que los huesos mondos y se bebieron hasta la última gota de la garrafa. Reconfortados, los mílites y uno de los hospitaleros no tardaron en extender los colchones sobre el suelo y quedarse dormidos envueltos en las mantas. El otro hospitalero y el bugre permanecieron despiertos junto al fuego durante un buen rato.
-”¿Os dirigís a visitar la tumba de nuestro señor don Yago? -”preguntó el fraile, cuyo pálido semblante había adquirido una ligera tonalidad rosácea gracias a la comida y la bebida. A la vista estaba que no acostumbraba a regalarse a menudo.
-”No exactamente...
-”¿No exactamente?
No tenía ganas de conversar, pero lo pensó mejor. Quizás aquel menesteroso pudiese serle de ayuda.
-”En realidad mis hermanos y yo buscamos un lugar poco frecuentado para retirarnos y dedicar el resto de nuestras vidas a la oración -”le explicó en el tono de voz que utilizaba para engañar a los incautos-”. Llevamos buscándolo desde hace meses y todavía no hemos dado con él, aunque no por eso ha disminuido nuestra fe. El Señor proveerá.
-”No encontraréis otro lugar mejor que éste -”afirmó, convencido, el fraile.
-”No te ofendas, pero no creo que éste sea el más adecuado... Por el camino peregrino transita mucha gente y no encontraríamos el recogimiento que anhelamos.
-”No me refería a nuestra pequeña aldea, sino a un enclave cercano, un paraíso en el que se refugiaron los bienaventurados Fructuoso y Valerio en tiempos de moros; donde San Genadio se retiró del mundo y donde incontable número de hombres piadosos han dejado su huella... Me refería al valle del Silencio.
-”¿El valle del Silencio?
-”O del río Oza, también Valdueza, próximo a las montañas, surcado por ríos y manantiales de agua limpia, repleto de árboles y aves, donde el silencio se escucha y nada perturba la paz de los ascetas. Dios, Nuestro Señor, debió crearlo para ellos.
-”¿Y dónde se encuentra tal maravilla? -”preguntó intentando disimular su escepticismo. No existía el paraíso. El mundo era una selva en la que sólo los más fuertes, como él, lograban sobrevivir.
-”A poca distancia de aquí.
-”¿Hay que llegarse al Ponteferrato?
-”No. Podéis bajar desde aquí mismo. Mañana os indicaré la vereda que lleva a San Pedro, un antiguo monasterio con gran influencia en la zona, pero que, desgraciadamente, sufrió un derrumbamiento parcial hace una decena de años y quedó abandonado. Os servirá de refugio hasta que encontréis algo mejor. El lugar no está completamente deshabitado y todavía viven allí gentes que trabajaban para los monjes. Ellas os ayudarán. Aunque, si lo preferís, también existen varias cuevas en los alrededores; la que cobijó al santo Genadio, por ejemplo.
N o tenía vocación de anacoreta y menos la intención de habitar en una cueva como los osos, pero asintió con la cabeza. Acababa de recibir la señal que esperaba.
A la mañana siguiente emprendieron la bajada hacia el valle siguiendo las instrucciones del fraile, quien los guió durante un buen trecho, hasta el poblado de San Clemente, a partir del cual no tenían pérdida -”les aseguró-”; encontrarían el monasterio siguiendo sendero arriba. Robert entendió el porqué del nombre de la vega a medida que se adentraban por la espesura de un bosque denso en robles, nogales y castaños, acompañados por dos únicos sonidos, el de las aguas del río que bajaba de la montaña y el de las ramas caídas que crujían bajo sus pies. Se había visto obligado a dejar la carreta en Acebo a cambio de nada ya que los frailes habían asegurado que era imposible bajarla. Envió por si acaso a uno de sus discípulos a que investigara si no se traba de una artimaña de los menesterosos para quedarse con ella, pero el hombre confirmó lo dicho: la vereda era demasiado estrecha y empinada para permitir el paso de una carreta, pero podían llevarse la mula. Habría querido montar sobre el animal, pero era mal jinete y no deseaba acabar descalabrado por una caída, así que tuvo que andar como los demás, si bien protegido por delante y por detrás para evitar malas sorpresas. Comprobó, al divisar el monasterio tras la subida de un abrupto repecho, que, en efecto, el edificio estaba abandonado y medio derruido, pero aún quedaba una buena parte en pie, suficiente para albergarlos. Su aparición causó gran expectación entre la veintena de personas que salieron de sus cabañas al oírlos llegar. Hombres, mujeres y algunos niños los observaron en silencio durante unos instantes y, a continuación, se pusieron de rodillas. El bugre dirigió la mirada hacia la muralla de altas montañas que se alzaba frente a él, aspiró el aire de la sierra, se subió a una roca del muro derruido e impartió la bendición con los dedos agarrotados de su mano derecha, oculta por un guante negro.
(De El Jardín de la Oca ,
Toti Martínez de Lezea.
Maeva Ediciones,
Madrid, 2007. 358 pp.)