Té y pastel de manzana para la señora
D urante el trayecto pensaba en el joven de aspecto enfermizo e introvertido que estaría esperando con ansiedad mi llegada sentado bajo el enorme espejo que cubría totalmente la pared del fondo de la cafetería de la estación, rellenando ávidamente cuartillas con su letra menuda e inextricable frente a una taza de café vacía, levantando la vista hacia la puerta de la entrada a intervalos que correspondían con la interrupción de su escritura.
Le imaginaba siguiendo con la mirada extraviada el aleatorio movimiento de los pasajeros rondando en torno a la barra del bar y el quiosco de periódicos tirando de sus maletas, extrayendo sutilmente de aquellas anodinas evoluciones el argumento de continuidad de un apasionado relato. Las agónicas luces del atardecer debían filtrarse ya rosadas y polvorientas tras el ventanal situado con vista a los andenes, permitiendo apenas descubrir aquella melancólica figura que iría sucumbiendo a las sombras en un amortiguado declive que me sugería los sutiles pulsos decrecientes del amor dulcemente satisfecho que vivimos tantas noches sobre la acogedora piedad de las sábanas. A la hora de llegada del ferrocarril de cercanías en que me desplazaba emocionada a su encuentro, el local se hallaría inmerso en una negrura imprecisa poblada de sombras a la deriva en cuya espesura equívoca afloraban llenos de entusiasmo los fantasmas de su imaginación con la vehemencia apasionada de las fecundas tormentas de primavera.
Al detenerse el tren en la estación, mis difusas imágenes se iluminaron con el fulgor de las luminarias de la cafetería que atravesaba la cristalera expuesta al andén, arrojando una mortecina alfombra de luz amarillenta sobre el pavimento. Bajé emocionada del vagón y me detuve bajo el quicio de la puerta del bar abierta al exterior. Le descubrí en el extremo de la barra, frente a una taza de café, leyendo un pequeño libro que me sugirió un devocionario. Le observé sigilosamente durante unos instantes con la esperanza de que me reconociera, pero mi presencia pasó inadvertida a una fugaz mirada que recorrió el recinto y regresó sin mayor convicción a la pagina de lectura. Por un instante pensé que no se trataba de la persona que había amado con tanta pasión en mis días de juventud. Era evidente que había cambiado, pero distinguí en él rasgos del pasado que la travesía del tiempo únicamente había dulcificado. También yo debía parecerle una extraña si conservaba la imagen que debió quedar flotando en su retina el día de nuestra despedida, en aquella misma estación, veinte años atrás.
Un mozo recogía con parsimonia las tazas y los ceniceros de las mesas de la sala acomodando a su alrededor las sillas dispersas. Me acerqué con la discreción de una sombra hasta una de ellas, alejada de la situación que ocupaba mi impávido amigo sobre el mostrador, y tomé asiento. Abrí el bolso. Saqué el móvil y le llamé.
-”Hola, Luis, soy yo -le contesté cuando escuché su voz directa entre las voces que poblaban la cafetería-. Me ha sido imposible tomar el tren que habrá llegado ahí hace unos minutos. Acabo de tomar el siguiente. Me esperarás ¿verdad? Siento que haya tenido lugar este percance. En apenas media hora estaré contigo. Te quiero.
-”Si he anhelado pacientemente durante veinte años verte de nuevo, ¿qué importancia pueden tener unos minutos más de espera? -me respondió cuando vi que abandonaba el taburete en el que estaba sentado, apoyaba la espalda sobre la barra, cruzaba las piernas e introducía la mano izquierda en el bolsillo del pantalón-. ¿Quieres que te vaya pidiendo algo? -me sugirió en tono divertido.
-”Es una magnífica idea. Me agradaría tomar un té con un pastelito de manzana.
-”De acuerdo. Espera un momento. -Se volvió hacia el camarero y le solicitó el pedido que le había sugerido. Luego continuó hablándome por el móvil-: He cursado tu pedido para que esté dispuesto a tu llegada. Estoy impaciente por saber de ti.
-”Espero que me reconozcas -le decía en el momento en que el mozo que recogía las mesas se acercaba a mi lado con una bandeja en la mano repleta de tazas, vasos y ceniceros, y se disponía a preguntarme qué deseaba tomar-. Te voy a dejar, Luis. Entramos en el túnel y se va a cortar la com... -apagué el teléfono antes de terminar la frase y me dirigí al mozo pidiéndole discretamente-: Por favor, joven, ¿sería tan amable de preguntar al señor de la esquina si no tiene inconveniente en acercarse a mi mesa?
-”Ningún problema, señora. Marchando una de... ¿oscuros propósitos? -sugirió el chico sin ningún disimulo, echándome una taimada mirada.
-”Por favor... -le supliqué en tono cordial, sonriéndole amablemente.
Del rostro desvergonzado del joven brotó un guiño cómplice y se dirigió hasta la posición que ocupaba Luis. La bandeja sobrevoló el local sobre la palma de su mano. Cuando llegó a su lado le hizo un breve comentario, y con un gesto de la cabeza señaló mi posición. Luis, sorteando la bandeja y la cabeza del mozo, dirigió una mirada de perplejidad hacia el espejo de la pared bajo el cual habíamos soñado despiertos tantas veces en otro tiempo. Disimulé haber observado su prospección girando la cabeza hasta localizar la hora en el reloj de la sala. Era evidente que mi presencia no le había evocado nada inmediatamente identificable. Era la segunda ocasión en que había puesto sus ojos en mí en apenas unos minutos y en ninguno de ellos pude descubrir en su rostro algún rastro de vacilación sobre mi identidad. Le resultaba totalmente ajena.
Al poco, el mozo puso la bandeja sobre el mostrador y se dirigió hasta mi mesa.
-”Señora, el señor dice que agradece su amable ofrecimiento pero no puede satisfacerla. Espera la llegada de un pasajero en el próximo convoy. Lo siento... -dijo con ironía. Luego me preguntó-: ¿Desea tomar algo la señora?
-”Discúlpeme ante el señor por mi insolente atrevimiento. Le agradezco su amable invitación. ¿Pudiera servirme un té y un pastel de manzana, por favor?
-”Marchando un pastel de manzana y un té para la señora -”gritó el joven dirigiéndose al camarero de la barra mientras giraba sobre sus talones.
Para Luis, el pedido del camarero se deslizó entre los párrafos de la página que pasaba en ese momento, silenciosamente, como un vago clamor sin rostro identificable.