Diario de León
Publicado por
MARÍA DEL MAR MIGUEL MURIEDAS
León

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H abía amanecido un día gris, plomizo, de lluvia suave sobre la ciudad.

Como todos los días, Juana se acercó a la ventana con la taza de café, a contemplar su paisaje cotidiano: las prisas de la gente en la calle estrecha, las casas humildes, todas iguales, de ladrillo rojizo con las terrazas descuidadas y llenas de desconchones. Se alegró de ver el cielo gris y los arcoiris del asfalto atropellados por los coches. Por fin llovía; había sido un invierno muy seco.

Abrió la ventana para airear la casa, y al hacerlo penetró un intenso olor a tierra mojada que la trasladó a la infancia, al pueblo. Por un segundo detuvo el tiempo, era ese olor de las tierras secas cuando empieza a llover en los espacios vacíos de Castilla, tras esas tormentas rabiosas en los veranos secos. El olor de un horizonte infinito y de las casas de adobe fundiéndose con la tierra.

Hipnotizada por el olor se dejó llevar por los recuerdos.

P oco a poco el olor se trasformó en humo y ruido de coches, y ella empezó a quedarse fría. Miró el reloj y cerró la ventana, ya era la hora de salir a la compra y casi seguro que encontraría a Suchila.

Se miró al espejo sin verse y se peinó deprisa -”tenía que teñirse, cómo pasa el tiempo-” pensó.

Bajó las escaleras con cuidado de sus rodillas y al llegar al portal se quedó sorprendida, había una gran pintada roja al lado de los buzones.

-”Este barrio es una locura-” se dijo. Estaba en francés, e intentó leer lo que decía. Algo entendía. Había emigrado a Francia con Manolo, su marido, a trabajar para poder comprar el taxi. Leyó la pintada, hablaba de amor, era bonita. Algún enamorado, pensó, y se le fue el enfado.

Y a de vuelta subía lentamente las escaleras cargada de bolsas. Al llegar al primer rellano se detuvo a tomar aliento, se sentía mayor y gorda.

Mientras descansaba oyó abrir la puerta del portal, entraba Suchila, su vecina. ¡Qué bien!, volvían a coincidir, tendría compañía.

La vio detenerse y leer la pintada.

Siguió subiendo, Suchila la alcanzaría enseguida. Era tan joven, parecía una gacela, esbelta y de ojos almendrados. Siempre alegre.

-”¡Buenos días!, dijo Suchila y le cogió las bolsas de la compra. No parecía tan alegre como otras veces y estaba nerviosa.

-”¿Qué pasa, niña, te ha ido mal la noche, estás triste..., te acuerdas de tu tierra?, preguntó Juana

-”¿Has visto quién ha escrito en el portal?, preguntó preocupada.

-”No, cuando bajé a la compra ya estaba. Ha debido de ser por la noche. Algún enamorado.

Suchila no decía nada, lo que era extraño pues siempre tenían cosas de que hablar. Habían cogido la costumbre de tomar café juntas, con porras calentitas que Juana se encargaba de comprar. Era su secreto, nunca se lo diría a Manolo, ni a sus hijos. No lo entenderían. Siempre protestaban de los vecinos extranjeros y del cambio que había experimentado el barrio.

Recordaba el primer día que la invitó. Parecía tan cansada. Sentadas frente a la taza de café a Juana se la ocurrió preguntar:

-”¿Y cómo son las selvas?, ¿hay muchos leones en tu país?

Suchila no paraba de reír, con una risa amplia, sonora. Decía -”¡No, no, mi tierra no es así!-” con ese acento extraño.

A partir de ese día, Juana buscaba el encuentro con Suchila y tomar el café se iba haciendo una costumbre. Ella le contaba cosas de su otra vida con los ojos húmedos y la cara entristecida. De sus hermanos, de su madre, de las telas de colores de los vestidos de las mujeres, del sol cayendo a la tarde en su tierra..., su tierra tan lejana, tan lejana.

-”Ya nunca podré volver, decía.

Y Juana le hablaba de sus hijos, del pueblo, de su corta infancia, de lo mucho que había trabajado limpiando casas. Y así, día a día, se fueron contando sus vidas.

Se hicieron buenas amigas. La hora del café había comenzado a ser mágica y juntas, en esa media hora, arropaban sus soledades.

S eguían subiendo las escaleras despacio, al paso de Juana. El segundo, y se oía el alboroto de los colombianos con los niños. El tercero, y reconocían el olor a curry de la cocina de la familia paquistaní. Enfrente la puerta del silencioso señor Paco. Y Suchila no decía nada.

Al llegar al cuarto piso Suchila se despidió. Parecía tener prisa y dijo haber desayunado.

J uana desayunó sola, un poco contrariada. Era sábado y alguno de sus hijos vendría a comer. Tenia mucho que hacer y se puso a la faena.

El día pasó tranquilo, como de costumbre, y el matrimonio se acostó temprano. Dormían plácidamente cada uno en su cama. Manolo roncando fuerte, Juana más suave. Mientras caía la lluvia fina en la noche y con su ritmo velaba el sueño de la ciudad. Y ellos soñaban sus otras vidas...

Manolo conducía su taxi por calles empinadas, laberínticas, y atrás llevaba a una mujer de piel de chocolate, bellísima, que le besaba la nuca e intentaba desabrocharle el cinturón del pantalón con sus brazos de serpiente. Él, feliz, se dejaba hacer, pero al mismo tiempo su cabeza, siempre suspicaz, razonaba ¡que no se crea ésta que la carrera le va a salir gratis!

Juana, en su sueño, daba vueltas a las palabras que había visto escritas en la pared del portal: «je t´aime beaucoup, excuse moi, mon petit morceau du ciel, je suis desolé» * y las entendía y no las entendía, pero sonaban tan bonitas, era como si un amante invisible se hubiera acordado de ella.

D e pronto, a través de la pared del dormitorio se comenzó a oír una fuerte discusión. Juana, que tenía el sueño más ligero, despertó sobresaltada

-”¡Manolo, Manolo!-” gritó. Se levantó y zarandeó a su marido. Los ruidos de las puertas y los gritos se hicieron más intensos.

-”¿Qué quieres, pesada? Déjame dormir en paz-¦ ¿Qué pasa?

-”Los vecinos, ¿no los oyes?-” contestó Juana, poniéndose la bata.

-”¡Y qué!, como si fuera una novedad.

-”Manolo, es enfrente, en casa de Suchila, creo que la están pegando... ¿Llamo a la policía?

-”¡Ni se te ocurra, qué quieres, meternos en líos, es una puta!

-”¡Y qué Manolo! Le están pegando.

J uana se levantó con torpeza. Según recorría el pasillo el eco de los gritos disminuía. Estaba aterrada. Se acercó a la puerta de la entrada y miró por la mirilla.

-”Manolo, tiene la puerta abierta-” gritó Juana

-”¿Quieres dejarme dormir en paz?, ya no se oye nada.

Juana abrió lentamente; el silencio era total. Salió al rellano y empujó la puerta de Suchila. El pasillo se alargaba hacia el otro lado, al contrario que el de su casa. Una luz tenue procedente del baño iluminaba la casa. No había muchos muebles, ni cuadros en las paredes. Temblando se acercó a la cocina, después al dormitorio. Antes de llegar a la sala vio los pies de Suchila. Estaba tirada en el suelo en un charco de sangre que crecía rápidamente y acabó manchando sus zapatillas rosas. Dio un gritó, y salió corriendo.

-”¡Suchila¡, ¡Manolo, Manolo!-” gritó.

Le encontró detrás en la puerta.

-”¿Qué pasa? ¿Qué haces? Te he dicho que no hicieras nada.

-”Está muerta, Manolo, o casi muerta, llama a la policía, llama a una ambulancia... haz algo.

Volvió corriendo a la casa de Suchila. Y se arrodilló a su lado. Aún quedaba en sus ojos una chispa de vida pero de su cuerpo semidesnudo seguía brotando la sangre. Intentó cerrar las heridas con sus manos, con los cojines del sofá apretó el abdomen de la delgada gacela. Seguía saliendo sangre. Sangre caliente que cubría su bata, sus zapatillas, sus manos, su camisón. Comenzó a llorar, se limpió las lágrimas y con las manos, pintó su cara y su pelo de sangre.

-”¡Manolo! -”gritó, pero nadie respondía.

Se instaló un tiempo eterno mientras la veía desangrarse queriendo decir algo que no entendía. Por fin, a lo lejos, empezó a oír sirenas.

-”Ya están aquí, no te preocupes, bonita, mi niña pequeña, ya llegan, no te mueras. Algún día me enseñarás los desiertos de tu país, las casas de adobe, las mezquitas como colmenas... Resiste, Suchila, por favor, no te mueras, no te mueras...-” decía entrecortada y sin dejar de abrazarla.

L as enfermeras la apartaron y comenzaron las labores de reanimación. Desde la entrada de la vivienda llegaba la voz de Manolo dando explicaciones a la policía.

Una de las enfermeras la llevó al baño para lavarse. Al mirarse en el espejo vio la sangre que manchaba su bata, sus manos, su cara, y al lado de su rostro, escrito con la sangre de Suchila: «Mon petit morceau du ciel, tu es morte, excuse moi»**

Dejó resbalar su cuerpo al lado de la bañera hasta quedar sentada en el suelo del baño. Y se decía: -”Te hubiera ayudado. ¿Por qué no me dijiste nada, mi gacela, mi niña pequeña?-”. Temblaba y las lágrimas no dejaban de correr por su rostro. Necesitaba que alguien la abrazase.

La enfermera le dio un vaso de agua y una pastilla que tragó sin preguntar. Y allí, mientras iba dejando poco a poco de temblar, repetía: «Je t´aime beaucoup, excuse moi, mon petit morceau du ciel, je suis desolé »... «je t´ aime beaocoup, excuse moi, mon petit morceau du ciel, je suis desolé »...

Fuera seguía cayendo una lluvia fina que limpiaba las aceras, como un llanto suave sobre la ciudad dormida.

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* «Te quiero mucho, perdóname, mi pequeño pedazo de cielo, estoy desolado» (sobre una pintada en un muro de la ciudad de León).

** «Mi pequeño pedazo de cielo, estás muerta, perdóname».

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