Las Médulas, un paisaje cultural y literario (1)
C on la bibliografía existente sobre la explotación del oro en Las Médulas pueden conocerse con detalle los procedimientos para la extracción del metal dorado de los montes hoy horadados por cuevas de cierta grandiosidad y erizados en torres rojizas de fantásticas formas. La fuente primera es Plinio el Joven, que en su Naturalis Historia se centró sobre todo en la riqueza aurífera del noroeste peninsular y dio datos en torno a la explotación y riqueza aurífera de las Médulas; los estudiosos de hoy han precisado las razones históricas que movieron a los romanos a someter los territorios cántabros y astures (la riqueza aurífera entre otras razones), así como el sistema de explotación de las Médulas, el volumen de tierras removidas, el contenido en oro por metro cúbico, el total de oro que los romanos pudieron recoger a lo largo de más de doscientos años de trabajo ininterrumpido, el despliegue militar efectuado para proteger el yacimiento y mantener el orden entre los esclavos, el método arrugia , con la compleja variante de Ruina Montium , en la que el abastecimiento de agua es algo fundamental, lo que motivó la construcción de una red de acueductos y canales desde el nacimiento de los ríos, canales que recorren las montañas a lo largo de un número de kilómetros que sigue despertando el asombro y la admiración. Plinio mismo escribió sobre la manera de llevar a cabo el «Ruina Montium». De igual modo, los investigadores han precisado en lo posible el número de esclavos que intervinieron en la explotación y los momentos de auge y decadencia. Pero aquí no nos referiremos a tales asuntos, sino a la literatura que las Médulas han generado: literatura viajera principalmente, adornada con las numerosas leyendas surgidas en torno a moros y romanos y a las riquezas ocultas en las cuevas de las Médulas o en el fondo del lago Carucedo.
El investigador Ricardo Olmos ha señalado que los viajeros ilustrados y románticos, movidos por otros intereses, hacían el camino acostumbrado entre Ponferrada y Villafranca, ignorando o silenciando la existencia de Las Médulas. Las apreciaciones más precisas de aquel paisaje durante los siglos XVIII y XIX proceden de militares y geólogos, pero desde un punto de vista estético fue Enrique Gil y Carrasco quien por primera vez hizo del Bierzo y sus paisajes (Las Médulas es uno de ellos) un territorio literario en sus tres obras mayores: Bosquejo de un viaje a una provincia del interior , publicado en El Sol entre el 3 de febrero y el 27 de abril de 1843; El Lago de Carucedo , novela corta publicada en cuatro entregas tres años antes, durante julio y agosto de 1840, por el Semanario Pintoresco Español ; y El señor de Bembibre , publicado en 1844.
La visión de un romántico
En el Bosquejo se duele Enrique Gil del abandono y la incuria que sufre el legado histórico y la tradición española, y concretamente el noroeste, por lo que intenta iluminar a los lectores sobre los rastros de la grandeza romana, Las Médulas en especial, y sobre los tesoros naturales del Bierzo y de algunos otros lugares de la provincia, así como sobre la riqueza monumental de la capital, León. Ya en el capítulo primero admira «las tajadas cárcavas y caprichosos picachos encendidos de Las Médulas que a lo lejos parecen vivas llamas sin cesar alimentadas por una mano invisible»; pero es en el capítulo segundo donde la descripción es más precisa y completa; en realidad asistimos a un nuevo texto de literatura viajera que responde a una excursión realizada al agreste paisaje del oro, pasando por distintos pueblos hasta llegar a «un lugar de pobre y mezquina apariencia», alusión a la aldea de Las Médulas, situada «a la raíz de una montaña de la más caprichosa forma que imaginarse puede»: «Cortada en general, como a pico, revestida en su mayor parte de robles y castaños silvestres, surcada de profundísimos barrancos, descubiertos a veces sus costados de un encarnado vivo y crudo y coronada por picachos y torreones del mismo color, que ofrecen a la vista tantas figuras y accidentes como la fantasía puede forjarse, nada tiene de común con los montes circunvecinos; y se asemeja a un monumento levantado por la mano de una raza de gigantes, que sólo ha podido conservar algunos restos dignos de su grandeza en su lucha desesperada con la naturaleza y el tiempo. La miserable aldea es la que tiene el nombre de Las Médulas y la montaña es probablemente el Monte Medúleo , uno de los más ricos almacenes de oro que la naturaleza abrió a los romanos en este suelo, testigo de su grandeza y de sus crímenes».
Alude Gil y Carrasco al método de extracción del oro, a las aureras que empeñaban su vida en sacar oro de las aguas del Sil, a los canales de agua que abastecían la explotación y a los infelices esclavos que trabajaron en la mina. Parece que Gil visitó Las Médulas en más de una ocasión, pues alude a «la última vez que visitamos estos lugares», que es el viaje que relata, acompañados por un guía con el que trepan la montaña: «Poco tardamos en vernos encerrados entre barrancos profundísimos, flanqueados de altas y tajadas murallas de barro colorado, coronadas con remates de caprichosas formas». Los viajeros entran en las galerías, las examinan atentamente, y después, desde la altura, descubre esos paisajes dilatados que tanto gustaba de mirar y describir el novelista, con la llanura berciana cerrada por montañas a lo lejos, los pueblos y ríos, praderas y viñedos, etc., y casi a los pies el lago de Carucedo. «Y luego, enfrente, y como para contrarrestar con estas escenas tan sosegadas y llenas de quietud, veíamos de perfil y como en esqueleto las despeñadas cárcavas de las minas, sus tonos crudos y ensangrentados, sus senos cuarteados y rotos y las naturales fortificaciones de sus picos, que todavía parecen sobrevivir a la ruina universal para abrigo y morada de los espíritus errantes de sus antiguos amos».
El lago de Carucedo y El señor de Bembibre son obras de ficción; la primera, en concreto, relata una «Tradición popular», según reza el subtítulo, y en ella Las Médulas sirven de refugio al protagonista, Salvador, tras haber matado al señor de Cornatel. La trama argumental de la segunda, El señor de Bembibre , entreteje un componente sentimental (los desgraciados amores entre don Álvaro Yáñez y doña Beatriz de Ossorio) con un fondo histórico medieval (la desaparición de la Orden de los Templarios).
Profundos desgarrones y barrancos de barro encarnado
En general, todos los que se han acercado a El señor de Bembibre dan por consabida la importancia de la naturaleza en la novela. La naturaleza berciana aparece descrita en cada una de las estaciones del año, con predominio de los paisajes primaverales, cuando la vida parece resurgir, en consonancia o en contraste con el ánimo de los personajes. De igual forma, la visión del paisaje se ofrece en los distintos momentos del día, predominando el ocaso, tal vez como proyección sentimental de las declinaciones vitales que se producen en la novela. Los paisajes de El señor de Bembibre son los del Bierzo, pues en el Bierzo discurre la trama novelesca; el novelista berciano se siente pintor seguro de los paisajes que conoce y ama, deteniéndose en los matices y volcando sus sentimientos o los de sus personajes en aromas, colores y formas, impregnados generalmente de la melancolía propia del espíritu romántico. La novela prodiga los escenarios naturales, siendo el paisaje montaraz aquel en el que Gil y Carrasco se desenvuelve con mayor originalidad. Le gusta lo delicado y cercano, pero quizá más la altura desde donde se descubren extensos panoramas. Cuando las tropas del conde Lemus pretenden vencer a los Templarios, recluidos en el castillo de Cornatel, acampan en Las Médulas, en «el antiguo monte Meduleum » que describe vigorosamente: «Esta montaña, horadada y minada por mil partes, ofrece un aspecto peregrino y fantástico por los profundos desgarrones y barrancos de barro encarnado que se han ido formando con el sucesivo hundimiento de las galerías subterráneas y la acción de las aguas invernizas y que la cruzan en direcciones inciertas y tortuosas. Está vestida de castaños bravos y matas de roble, y coronada aquí y allá de picachos rojizos y de un tono bastante crudo, que dice muy bien con lo extravagante y caprichoso de sus figuras. Su extraordinaria elevación y los infinitos montones de cantos negruzcos y musgosos que se extienden a su pie, residuo de las inmensas excavaciones romanas, acaba de revestir aquel paisaje de un aire particular de grandeza y extrañeza que causa en el ánimo una emoción misteriosa. De las galerías se conservan enteros muchos trozos que asoman sus botas negras en la mitad de aquellos inaccesibles derrumbaderos y dan la última pincelada a aquel cuadro en que la magnificencia de la naturaleza y el poder de los siglos campean sobre las ruinas de la codicia humana y sobre la vanidad de sus recuerdos» (cap. XXV).
Se suceden distintas escaramuzas y refriegas. El comendador Saldaña procuraba espiar a sus enemigos. Una de esas noches de pleno invierno, con los soldados del conde de Lemus resguardados en las galerías de Las Médulas para protegerse del frío, dos criados del Temple se dirigen disfrazados hacia ellas. La visión de las mismas en la oscuridad, sólo irregularmente despejada por el resplandor de las hogueras que los soldados encendían para calentarse, es uno de los más hermosos pasajes paisajísticos del novelista: los matices cromáticos en el trémulo baile de las llamas dan una visión plástica y misteriosa de extraordinaria expresividad: «La vista que ofrecía el campamento del conde en medio de aquellas profundísimas cárcavas, cuyo color rojizo resaltaba más y más con el trémulo resplandor de las hogueras, era sumamente pintoresca. La mayor parte de los soldados estaban resguardados del frío en las cuevas y restos que quedaban de las antiguas galerías subterráneas; pero los que velaban para impedir todo rebato, encaramados en aquellos últimos mogotes, visibles unas veces e invisibles otras, según las llamas de los fuegos lanzaban reflejos más vivos o apagados, pero siempre inciertos y confusos, parecían danzar como otras tantas sombras fantásticas en aquellas escarpadas eminencias. La forma misma de aquellos picachos, caprichosa y extraña, y la oscuridad de los matorrales imprimían en toda la escena un sello indefinible de vaguedad enigmática y misteriosa» (Cap. XXVIII).
Los fantásticos y encendidos picachos
Dejemos el capítulo literario de mayor relieve sobre las Médulas y vengamos algo más acá en el tiempo. En 1921 aparece publicado el segundo volumen de las Memorias de un escolar de antaño , de Armando Cotarelo y Valledor (1879-1950); se titula La enseña radía , es decir, errante, libro formado por una serie de cartas que un tal Pedro Cancio dirige a un amigo suyo, escolástico de Santiago de Compostela, para darle cuenta de los lances y contingencias que padeció el «Batallón literario» -“formado por voluntarios universitarios- en su largo viaje para unirse al ejército nacional en su lucha contra las tropas napoleónicas durante la Guerra de la Independencia. El Batallón partió de Santiago el 19 de julio de 1808 y llegó a Villafranca del Bierzo el 26. Desde el puerto de Piedrafita del Cebrero pudo contemplar el protagonista «las anchuras del Bierzo», ante las que exclamó admirado: «¡Oh sagrado Bergidum, hazañosa tierra, tebaida española; rico en metales, copioso en frutos, exuberante en aguas...». No merece la pena seguir. Esas palabras exaltadas no son más que un plagio de las que había escrito y publicado hacía más de medio siglo, concretamente en 1855, José María Quadrado (1819-1896), el autor del tomo correspondiente a Asturias y León de Recuerdos y bellezas de España , con ilustraciones de Francisco Javier Parcerisa; escribía refiriéndose al Bierzo el prosista menorquín: «Un país encantado (...), rico en metales, exuberante en aguas, copioso y variado en frutos, pintoresco en sus perspectivas, poético en sus tradiciones, poblado de monasterios y de castillos, fecundo en antiguas memorias y preciosos monumentos. Explotáronlo cual aurífero minero los romanos, dejando en él vestigios indelebles de su grandeza y perseverancia; convirtióse durante la monarquía goda en austera Tebaida, que asolada momentáneamente por avenidas de sarracenos, refloreció poco después con nuevos ejemplos de santidad; y bajo el paternal dominio de los abades y bajo la protectora espada de los caballeros agrupáronse sus aldeas, crecieron sus villas, desmontáronse sus selvas y baldíos, y transformáronse en vergeles sus valles y cañadas».
Quadrado, tópicos y confusiones
Las líneas anteriores contienen la mayoría de los tópicos transmitidos por los viajeros por tierras del Bierzo. La alusión al origen del lago de Carucedo da lugar al pasaje sobre las Médulas que merece la pena recordar: «Hay quien cree que la cuenca del lago era un tiempo profundo valle, y que su inundación provino del hundimiento ocurrido en las cercanas minas de las Médulas, y está sostenida por las filtraciones de sus conductos subterráneos. Las señales de este gran cataclismo aparecen una legua más allá, al sur del lago, en las ruinas imponentes de las excavaciones romanas, a cuyo pie ha brotado la reducida aldea del mismo nombre: aquí y allí en los taladrados flancos de la montaña abren las galerías cual tenebrosas cavernas sus bocas inaccesibles, crece entre las moles desgajadas una salvaje y espontánea vegetación, y rojas manchas a modo de sangrientas cicatrices, realzando la negrura de las peñas, denotan los más recientes derrumbamientos o los encarnados surcos abiertos por la lluvia». Todo un «vistoso panorama» se le ofrece al viajero: cadenas de montañas, el lago, «los fantásticos y encendidos picachos de las Médulas», «las sinuosas y verdes márgenes del Sil», el castillo de Cornatel «y tantos otros sitios descritos con entusiasmo por uno de nuestros malogrados poetas», en alusión a Enrique Gil.
No se olvida Quadrado del origen histórico y etimológico del «Bierzo» y de las «Médulas»: «Antiguas escrituras denominan aquel sitio Metalas , de cuyo nombre más bien que del monte Medulio deriva tal vez el de Médulas». Es la etimología equivocada que, como veremos, había propuesto también, y antes, Jovellanos, cuando en junio de 1792 viajó al Bierzo y lo reflejó en su Diario , publicado por vez primera, muy defectuosamente, en 1915. El lunes 18 anota: «Madrugada: se ven Las Médulas en la altura tras la montaña que baña el Sil. Son unas tierras rojas, derrumbadas, que representan ruinas como las que dijimos de la orilla. Me parece que cuando las vi diez años ha no estaban tan vestidas de verde como ahora. Se cree que Médula sea corrección de Metalla, pues este nombre daban los romanos a los trabajos de minas, y aquí dicen que los hubo. Acaso serían de minio; acaso de aquí el nombre de Miño al río más cercano, y acaso el nombre de mina, minero, minera, de minio». Con la frase «representan ruinas como las que dijimos de la orilla» alude a «derrumbamientos» naturales que había observado en las orillas del Sil, lo que indica que Jovellanos ignoraba que el paraje de las Médulas se debía, no a la erosión, sino a la explotación romana del oro, al igual que ignoraba que fueran una explotación aurífera.
Para otros viajeros, también equivocadamente, Médulas es palabra que procede de las obras mineras romanas en el que sería el monte Medulio. Los filólogos que se han ocupado de la toponimia berciana defienden la etimología metula , diminutivo de meta , que dio en castellano meda , «conjunto de haces de mies o paja, o de hierba, dispuestos en forma de cono», como muchos de los picachos de las Médulas.
«Formas caprichosas y fantásticas»
En 1883 publicó Acacio Cáceres Prat su libro El Vierzo. Su descripción e historia , en el que dedica todo un capítulo a las Médulas. Don Acacio era canario; había nacido en 1851 y dio a la imprenta algunos libros de versos, una novela y algún texto de divulgación histórica. En el verano de 1882 realizó su viaje al Bierzo incitado por su esposa, que era berciana, de Ponferrada, que lo acompañó. También él traza su particular elogio del Bierzo en relación con sus monumentos (castillos, templos y abadías) y paisajes. Las Médulas le impresionaron como paisaje y como fantasía histórica, aspectos que se interpenetran en la visión del viajero, que describe las «formas caprichosas y fantásticas» que se ofrecen a la vista, ya como «murallas almenadas de antiguas fortalezas», ya como «elevados cubos», ya como «enormes conos», ya como «esbeltas pirámides cilíndricas», con «otras mil diversas figuras caprichosas, rematando en variadas cresterías». El color de esas formas caprichosas, desnudas de vegetación, recibe también su variadas referencias: «todo con su rojo color, como si fueran de un barro recocido al calor de los tiempos geológicos»; «parecen amasados con la sangre de un combate»; «aquellas moles parecen amasadas por la lluvia y cocidas por el sol para labrar los eternos crisoles en que fundir el precioso metal que los romanos con sus perforaciones extraían». No es extraño que se excitara la fantasía poética de don Acacio en diferentes hipérboles de las que cito sólo una alusiva a las «profundas galerías que en laberinto interminable horadan por todas partes las coloradas masas, que parodian las ruinas de un templo colosal fabricado por cíclopes y monstruosos titanes para culto de ídolos heroicos, que fundió al fin la idea de un solo Dios».
La historia de las Médulas acude a la pluma de don Acacio: «Dados los medios de perforación de que podían disponer los romanos, aquello es admirable, y sólo se comprende con la esclavitud. Centenares de esclavos serían empleados en tan ruda labor, para extraer el preciosos metal en las médulas de aquellos montes, como también en otros próximos del Vierzo extraían el simbólico minio con que teñían sus puertas y palacios los próceres y ciudadanos romanos en señal de nobleza». Y añade: «Las Médulas rindieron a Roma un caudal inmenso, y fue tal su importancia, que Plinio el Joven vino al Vierzo para dirigir la explotación, calculando en 20.000 libras de oro el producto anual de las valiosas minas». Y aún alude al modo de explotación: «El oro no debía encontrarse en filón, sino en arenas, mezcladas con la greda, como aún debe encontrarse en algún sitio; y para obtenerlo fue el Sil canalizado y traído por el Monte-furado , en el cual lavaban la greda en porciones convenientes, quedando el oro en pequeñas partículas, limpio, en algunos tamices usados al efecto».