Pensar y decir
Cuando alguien accede a un privilegio -“un empleo público, por ejemplo, de la mano de tanto político moralmente pestilente-, no suele hablar hasta que lo pierde, si alguna vez lo pierde. Destapa entonces la esencia de los truenos: desde la ira y el descrédito de sus «contrarios», dice la verdad, interesada, que todos conocemos. Lástima que no la diga siempre. Nadie, desde la competencia de la J(j)usticia, interviene.
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Si alguien duda de que la realidad supera la ficción, sólo ha de escuchar no pocos programas radiofónicos que se emiten en nuestras madrugadas.
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El halago suele ser el arma que engrandece -“y elimina, no se olvide- a los soberbios. A tantos soberbios como genera esta sociedad que apenas considera méritos ni valora aportaciones, sólo sometimientos y acatamientos del dogma, venga de donde viniere.
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La playa siempre es un observatorio magnífico. Fíjense cómo, en cualquiera de ellas, con el agua incluso a muy buena temperatura, cuando hombres y mujeres entran lentamente en ella, hay un momento en que todos lanzan un suspiro y un ¡ah!, justamente cuando el agua alcanza la línea de flotación del pirindingui (de uno y otro sexo).
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«A ver si nos vemos este verano, ahora que tenemos más tiempo», se dijeron por teléfono. Y no se vieron, precisamente por eso, por tener más tiempo.
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Hay muchos pecados de omisión, entre otras cosas porque hay muchos pecados de delegación.
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La objetividad es muy difícil, por no decir imposible, sobre todo en política. Es uno de los máximos principios para quien entra en ella. Más aún para quien de ella vive.
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Me envían un cojín con esta frase de Emili Teixidor: «La imagen futura del mundo depende de la capacidad de imaginación de los que hoy, ahora, aprenden a leer». Lo tengo colgado al frente de mis libros como recordatorio, y nunca me sentaré sobre este pensamiento. Hay un cierto pudor que me lo impide.
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Cuando alguien dice «adiós a todos» en un espacio público, es fácil, casi seguro, que no conteste nadie. Si no lo haces, más de uno te tachará de maleducado.