Diario de León

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León

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U n silencio gélido bastó para que ella supiera que algo no andaba bien.

«La niña nació mala», pronunció la partera mientras envolvía a la criatura en un paño blancuzco.

La madre, ya casi sin aliento, recibió a la recién nacida como quien arrulla a un animalito destinado al dolor, la sostuvo entre sus brazos temblorosos y mientras la observaba con la más profunda compasión, pronunció: «Silente».

Silente creció entre pies descalzos y reventar de olas.

Día a día, antes del amanecer, madre e hija ya caminaban en dirección a la playa. Si el mar era generoso lograrían recoger el carbón suficiente para cambiar su equivalente en pan y un poco de té.

Silente nunca habló. Salvo algún gemido espontáneo, su vida se desarrollaba en el más absoluto silencio. Contra todo pronóstico la pequeña había logrado caminar, aprendió a relacionarse a su modo con lo que la rodeaba y a demostrar, precariamente, sus afectos.

No resignada al silencio perpetuo, la madre se inventó una voz. Tímida al principio, incallable después, relataba historias maravillosas e interminables que la niña seguía con avidez.

Aquella mañana Silente cumplía siete años y como obsequio la madre le contó sobre las flores color carmín que crecen dentro de algunas rocas del mar. Extrañas flores de un color tan intenso que parecen arder.

El día era negro, tan negro que se diría nunca iba a aclarar. El mar crispado anunciaba la desgracia y por primera vez, la madre calló. Durante más de una hora se dio a la labor de la cosecha mineral. La niña en tanto, saltaba entre algas y pedruscos simulando ayudar. Un pequeño destello en el mar llamó la atención de Silente, ¿podría ser?... Sin mediar aviso avanzó presurosa hacia las aguas.

Un grito seco alertó a la madre que, aun con guijarros en las manos, se zambulló en el océano. Durante segundos que parecieron horas la madre forcejeó contra el mar que insistía en retener a la criatura. Cuando por fin logró pisar tierra una ola inesperada las empujó contra las rocas.

Cuando el sol ya despuntaba los primeros testigos hicieron el macabro hallazgo. Tendida sobre las rocas se hallaba la mujer, con el cuerpo cubierto de algas y negro carbón. Sobre ella y bañada en sangre, se encontraba la niña, que escarbando en las entrañas de la madre, repetía una y otra vez: carmín, carmín... carmín.

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