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León

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Esas vidas

Alfons Cervera. Ed. Montesinos, Madrid, 2009. 150 pp.

NICOLÁS MIÑAMBRES

A una mera elegía podría haber quedado reducida esta obra de Alfons Cervera. Pero su maestría narrativa la convierte en una reflexión en torno a la polisemia de la muerte, a sus múltiples adherencias, dramáticas siempre. La génesis de la obra, aludida con ligeras variantes a lo largo de las páginas, se refleja en estas líneas. «Escribo lo que fue un año y medio de mi vida con mi madre a punto siempre de morirse». Hay en la escritura también el miedo a la dificultad de escribir sobre la muerte. Pero el autor consigue hacerlo como método de conocimiento: «Escribir para saber lo que pasó. Agrandar las dimensiones de la historia, iluminar sus puntos de oscuridad». Eso explica el progreso de la creación: «La casa que se hace más grande cada día desde la noche en que se murió mi madre y desde que una semana más tarde (-¦) decidí ponerme a escribir estas páginas para mirar dentro de una mujer y comprobar si había algo en su cabeza después de muerta» (p.107). Naturalmente lo hay, pero sólo el afecto y la pericia creativa pueden actualizarlo.

Ante el drama afectivo, el narrador adopta un punto de vista delicado: la armonización del dolor con la serenidad que exige la creación. Desde Grenoble (donde asiste a un coloquio de escritores, muchos de ellos amigos) recuerda la tragedia del camino de su madre hacia la muerte y las vivencias de otro tiempo. Su madre es el testimonio de un pasado familiar de pobreza y dificultades humanas. La ciudad francesa es el espacio del presente actual, cómodo, tranquilo, aséptico, desde el que el escritor va recuperando un pasado individual y reciente (el deterioro progresivo y angustioso de su madre) y un pasado colectivo, el de la infancia en Yesares y Valencia. Este pasado es tiempo de experiencias delicadas, de una posguerra cuya dureza se incrementa por la enfermedad del hermano y la condición ideológica del padre. De ahí el contraste que se establece entre la cómoda ciudad de Grenoble y la dureza del pueblo familiar. Tal paralelismo se extiende metafóricamente al autor y a Stendhal. El epicentro que supone la muerte (y especialmente el avance de la decrepitud física y psicológica, descrita con recursos expresionistas) va ampliando sus ondas por las que discurren otros acontecimientos y vidas de la posguerra, aliviando así el tono mortuorio y asfixiante que podía haberse desprendido de la narración. Situaciones diversas, personajes populares, la actividad teatral del padre, la enfermedad del hermano-¦ van dulcificando ese mundo oscuro.

Abundan los registros narrativos, que van desde el reflejo de los sueños juveniles de la madre hasta los objetivos del escritor y su formación literaria. Este campo de la literatura le permite la presentación de escritores amigos, cuya popularidad oxigena en buena medida la frecuente desolación de lo narrado. Es una especie de técnica metaliteraria, que aparece en otros pasajes, en los que se recogen menciones ajenas al argumento esencial: «Lo dije en algún lugar de este relato, no recuerdo dónde». Sí recuerda en cambio la emoción de conocer personalmente a los autores, como ocurre con Juan Marsé, Ignacio Soldevilla o Francisco González Ledesma, ¿acaso ligero eco ideológico próximo del padre del autor?

En el fondo, el recuerdo de la madre sirve para trazar la personalidad del narrador. A fin de cuentas, como afirma en uno de sus originales aforismos, «levantamos la vida sobre el andamiaje de los recuerdos». Sin olvidar que «toda escritura es una biografía». Eso es, de alguna forma, Esas vidas. La vida de la madre muerta y la del hijo que, intentando recuperar su recuerdo, ha creado una bella y nostálgica muestra literaria.