Diario de León

JUAN JOSÉ FLORES. NOVELISTA

La Santera

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León

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TOMÁS SALVADOR

A unque tenía las casas muy cerca, casi al alcance de la mano, se detuvo a descansar, reclinándose en un peñasco. La «Milagrosa» pesaba demasiado. Por lo menos lo parecía. Años atrás se hubiera negado a admitirlo... Suspiró.

Se estaba haciendo vieja. No se había dado cuenta porque lo que hace viejas a las mujeres son los hijos y las preocupaciones. Ella no había tenido hijos por la sencilla razón de no haberse casado. Preocupaciones. ¡Jesús! ¿Qué podría decir? Como no fueran preocupaciones las fatigas que pasaba en invierno, con nieve por todos los lados, en los que tardaba dos horas en ir de Bobia a Otero de las Dueñas y dos más hasta la Carrocera...

Puestos a pensar en ello, también en verano las pasaba muy mal, cuando el sol la achicharraba y fundía la cera de las velas. Sin embargo, el invierno era mucho peor, desde luego, y vadear el Luna o el arroyo de La Carrocera no era ninguna broma.

El oficio lo había heredado de su madre, Casilda Gómez Agualimpia, a la que el obispo de Astorga había bendecido las imágenes. Cuatro «santos» tenía: la Virgen del Camino -”la primera-”, La Milagrosa, San José y San Antonio. Un San Roque tenía que era una bendición para los animales enfermos, pero se lo robara un día una cuadrilla de gitanos. Había ido detrás de ellos y en el rescoldo de una hoguera había encontrado la corona y la vara... ¡Herejes!

La Virgen del Camino la tenía en..., Sorribos, sí, en casa de Higinio Muelas, luego la llevaría a casa de Landaluce «el Negro» y, para terminar la semana en Soto, al hogar de los Zamacona. La semana siguiente estaría en Otero de las Dueñas, de donde sacaría el San José para llevarlo a La Carrocera, donde estaba San Antonio, que retiraría para llevarlo a casa de Andrés Plaza. Entonces...

¡Jesús! Los lunes eran los días de mayor trabajo. Empezaba a hacerse un lío con las cuentas. En cada pueblo siempre tenía un «santo» durante una semana...., justo, un día en cada casa. Luego traía el que tenía en el pueblo de al lado y se llevaba éste. Veintiocho días en total. Rara vez consentía en dejar dos «santos» en el mismo concejo, salvo el San Antonio, que por eso de su buena mano para encontrar las cosas perdidas era el que más viajaba.

La Milagrosa la llevaba a Otero de las Dueñas porque se lo había rogado muy encarecidamente don Sebastián Cabello, médico de La Robla, para que ayudara a su ciencia en el mal paso que estaba sufriendo Consuelito Tejada, la chica de Gregorio, que era primeriza y estrecha de caderas.

Pero estaba empezando a comprender que no tardaría mucho en cansarse demasiado para echarse al cuerpo cuatro o cinco leguas todos los días, como hasta entonces. Mas, ¿a quién dejaría sus amadas imágenes? Los años habían transcurrido y se encontraba sola y distanciada de todos los suyos. Su hermana Guillermina se había casado con el demonio de Sixto Yebra, que ya en los tiempos del Deseado -”¡y tenía nueve años!-” se empeñaba en gritar: «¡Viva la Constitución!». ¿Qué podía esperar de él?

No. No podía contar con nadie. Y allí estaba ella, Adelaida Güero Gómez, con setenta años en las piernas y la sola compañía de sus santos.

Suspiró. De un tiempo a esta parte siempre suspiraba. Pero el suspiro la ayudó a levantarse. Se colocó la capillita en la cadera. Eran las tres de la tarde y tenía que volver a Bobia antes de que anocheciera.

Poco después casi tocaba las primeras casas de Otero, más pobriñas si cabe junto a las poderosas ruinas del Monasterio. Entonces escuchó pasos. No se volvió. Serían Juan Pilongo o Cosme Matarranas que todos los días seguían el mismo camino. Ya la alcanzarían, pues los hombres caminaban más de prisa. Ya llegarían...

Un poco le extrañó la firmeza de las pisadas. Tras... tras... Llegaron a su lado.

-”Buenos días, santera -”saludó una voz desconocida-”. ¿Qué pueblo es éste?

Pudo ver que eran dos guardias civiles. Delante, con las manos atadas, llevaban a un hombre, un preso... Parecían muy cansados, muy cansados.

-”Es Otero de las Dueñas.

Los guardias aflojaron la marcha, colocándose a su lado. Aún tuvo tiempo de explicarles que Otero había sido un pueblo muy famoso, que aquella iglesia era todo lo que quedaba de un convento de monjas cistercienses, fundado por la condesa de Luna, cuyo cuerpo mortal reposaba debajo del altar... ¡Ah! Y que también estaba enterrada allí la madre de Bernardo del Carpio, el famoso guerrero... No parecieron darle demasiada importancia al asunto... ¡Pobres! Había que disculparles... ¡Estaban cansados! Pero querían ser amables.

-”¿Qué imagen es? -“preguntó el más joven.

-”La Milagrosa.

-”¡Ah!

Por fin, el pueblo; casuchas de adobe y bálago, apiladas junto a la iglesia. Los guardias apenas miraban...

-”¿Quién podría darnos un poco de agua? -“preguntaron por fin.

-”¿Tienen sed? ¡Pobriños! Vengan conmigo.

Florentina Guisado, la de Antonio, sacó para ellos un pozal y un cacharro de arcilla. Bebieron como bestias, glotonamente, dejando caer los bigotes dentro del vaso, sin importarles que hilillos de agua escurrieran por su barbilla manchando el uniforme. El preso también bebió.

-”Dios se lo pague. ¿Por dónde se va a La Robla?

-”Por allí. Es el camino de La Carrocera, siempre siguiendo el arroyo. Ya les dirán después...

-”Muchas gracias.

Y se marcharon. ¡Pobres! Pero ella también tenía que andar mucho aquel día. Se apresuró a buscar la casa de los Tejada.

Más le valiera morirse. Cuando llegaban las cuatro de la tarde, como entonces, el sol dejaba de calentarle y empezaba la temblera... Los dientes, las piernas, las manos..., ¡los huesos...! Todo le temblaba. Le temblaba la voz, el cuerpo entero...

Y tenía miedo. Un miedo terrible a que llegara el invierno cerrando las puertas y las ventanas, cerrando la misma vida. ¡El frío! Todo el día se mantenía al sol, atesorando avaramente los tibios rayos. Cuando llegaba la noche no podía dormir, pensando en el helado contacto de todo cuanto le rodeaba, aunque ardiera el fuego en el llar, aunque le pusieran encima de la cama montones de ropa de pura lana. No querían dejarle que muriera. Tenía que esperar a cumplir cien años -”decían-” y hasta entonces ni siquiera podía pensar en morirse. ¡Cien años! ¿Cuántos le faltarían? Había renunciado hacía tiempo a contarlos, pero no faltaría mucho. Ya era un mozo cuando la francesada y había llevado un fusil de chispa en aquella grandiosa batalla habida allí mismo, en los terrenos de La Carrocera a La Robla, cuando los «paisanos» derrotaron por completo a una división de gabachos.

¡Qué tiempos aquéllos! El vigor de la sangre moza, ultrajada con el ultraje a la patria, le había llevado a la guerrilla de Carmelo «el Seisdedos». Todo, todo, había quedado muy atrás. Ya ni siquiera encontraba el placer en relatar sus hazañas. Esperaba la muerte. Pero se empeñaban en que cumpliera cien años... ¡Cien años!

Algunas veces experimentaba también él el pueril orgullo de ir venciendo a los años y la muerte. Seco estaba como un sarmiento y las venas de sus manos parecían arrugas de la tierra; cortezas, surcos, grietas en la superficie maltratada de la piel; vaciedad de ilusiones, como la misma tierra cansada, estéril, sombría, pedregosa... Y, además, se había quedado ciego... Pero se empeñaban en que cumpliera cien años... ¡Cien años...!

Muy cerca tenía a su biznieta Demetria. Sentía casi su respiración. Le hacía compañía, muy buena compañía; respetaba sus silencios y no le obligaba a hablar, como los otros, tan sólo por miedo a verle callado. Decían que era una muchacha arisca... No era cierto. Él sabía cuánta juventud, cuánta alegría corría por sus venas; pero se había acostumbrado a callar, igual que él. Le ayudaba a dar los cuatro pasos que andaba en todo el día, a sentarse en la solana, a llevar la cuchara a la boca, a limpiarle los ojos cuando las legañas agarrotaban sus párpados...

-”Demetria -”llamó, sólo por sentir su mano posándose en su brazo.

-”¿Qué?

-”Empieza a hacer frío.

-”Vamos adentro.

-”Un poco más -”suplicó.

Aunque muy oblicuo, todavía el sol le daba en la cara. Quería apurar aquellos instantes. Un poco más...

-”Carmela... ¿Quién viene por el camino de Otero?

La moza tardó unos minutos en contestar. Lo hizo desapasionadamente, como si para ella no fuera un acontecimiento.

-”Son unos civiles, tata. Y llevan a un viejo.

Pronto estuvieron encima. Y empezaron a llegar los chiquillos y las mujeres de la aldea.

-”Buenas tardes, abuelo.

Era la voz de un hombre de cincuenta años, seca, autoritaria por más que el cansancio dejara arrastrándose las palabras.

-”¿Nos falta mucho para La Robla?

No le daba la gana responder. ¿Qué le importaba que otros fueran a La Robla, si hacía diez años que él no podía ir?

-”¡Abuelo...!

-”Déjale. Es muy viejo, chochea -”murmuró otra voz.

Ahora preguntaban a la chica.

-”Dinos tú, niña...

Demetria tampoco abrió la boca.

-”¿Qué sucede? -“se extrañaban.

-”Nada -”era Tránsito, su nieta, asomándose-”. No quieren hablar. No hablan mucho, ¿saben ustedes? Mi abuelo casi tiene cien años.

¡Otra vez el ingenuo orgullo! Los guardias respingaron, un poco ceremoniosamente.

-”¡Diablo!

Y debió de indicarles que estaba ciego, porque inmediatamente:

-”¡Qué pena! -“murmuraron.

Un momento de silencio. Casi veía a los chiquillos, llenos de mocos, admirando a los militares.

-”Y diga...

-”Para La Robla les faltan casi dos leguas. Pueden atajar por aquel barranco y aquel robledal.

-”Gracias.

No se marchaban. Debían de estar cansados.

-”¿Necesitan alguna cosa? -“preguntaba Tránsito.

-”Nada, gracias.

-”¿Un poco de pan para este hombre?

-”Bueno...

-”Tome... ¿No puede cogerlo?

-”No. No puede.

-”¡Ah! Tiene las manos atadas. ¡Pobre!

Y así todo. Hablar por hablar. Una voz, también desconocida como la anterior, pero más joven, se interesaba por Demetria.

-”¿Es muda?

-”No.

-”¿Por qué...?

La respuesta se quedó en el aire. Pero el guardia debía de ser testarudo.

-”¿Cómo te llamas? ¿No lo quieres decir? Mira que venimos de muy lejos y sólo hemos encontrado peñascos en el camino... Tú eres muy bonita. Lo serías más si sonrieras. ¿Quieres?

¡Qué empeño! Estaban perdiendo el tiempo, Demetria tenía la risa demasiado adentro...

-”¡Vamos, mujer! -“regañó su madre.

-”No importa -“hablaba el guardia-”, déjela. Las flores no son para el primero que pasa. Pero yo volveré... ¿Verdad que volveremos?

-”Verdad -”gruñó la primera voz.

(De Cuerda de presos ,

Tomás Salvador)

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