Diario de León
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León

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ANA CRISTINA PASTRANA

C on el caballete lacerando la espalda, y los pinceles en su mano izquierda, deformada por la artrosis, se arrastraba calle arriba para retar con sus ojos, mutilados por las cataratas, a la Pulchra Leonina. Soberbia e inmortal, le observaba condescendiente y discreta, conocedora como nadie de sus andanzas y de las artes empleadas para burlar los planes del destino. Retadoras, se cruzaron sus miradas, aunque el torero bien sabía que jamás daría por cumplida la faena. Aquellos pitones que apuñalaban el cielo nunca se doblegarían ante su espada. Los dedos, taciturnos, se sentían incapaces de reproducir la perspectiva. El cuadro era un descabello. La ira cuarteó su cara, corroída por la frustración y la impotencia. Conocía cada arista, cada piedra de la diosa gótica como la sutura de sus llagas, pero aquella herida no cauterizaba. Contenía la rabia en los anaqueles de su boca deslenguada. El futuro nos tortura y el pasado nos encadena; le escupían, impávidos, los arbotantes.

Rompió el lienzo con saña y, mientras las lágrimas renegaban en sus arrugas, recordó la ceguera de la catedral. Tras aquel funesto incendio, los vitrales, engarzados por el plomo recalentado, temblaban midiendo el suelo. Zurdo fue su cirujano.

Atrapando la luz que discurría por aquel cuerpo milenario y las palabras de Lamparilla, el divino sordo, recuperó la calma y retornó a la infancia, la patria de todos los hombres. Sus huellas se perdieron por la Plaza Mayor con su mercado de verduras, el bar Benito, el Caño Badillo y el barrio judío de Santa Ana, privado de sus columnas de madera, en aras del progreso. Contempló las figuras de Gamoneda y González de Lama, bajo la mirada de Neptuno y recordó, con nostalgia, la conferencia que este último impartió en el Preuniversitario. Vagó su espíritu por la calle Ancha, dejando, a un lado, la Institución Libre de Enseñanza Sierra-Pambley, cuyo fundador, don Paco, siempre, en igualdad de condiciones, dio preferencia a los más pobres; al otro, el Barrio Húmedo, La Gitana, El Besugo, la plaza del Grano, con los carros engalanados para la romería de la Virgen del Camino, y el Palacio de don Gutierre, ultrajado y vilipendiado hasta la ruina. Se detuvo en el Palacio del Conde Luna, convertido en almacén de frutas, propiedad de Amadeo Alexandre. Cerca del lugar, la farmacia Merino, la gestoría Cantalapiedra, el Instituto de Previsión y la hermosa Capilla del Santo Cristo de la Victoria, abierta sólo para la Misa de San Juan. Haciendo esquina con La Rúa, el café Vitoria, luego la armería Castro, Foto Garay y al lado, el bar Sevilla, donde los barriles de cerveza eran de madera y se espitaban con un espadadín. A la derecha, Botines, el Palacio de Los Guzmanes, San Isidoro, el Colegio Leonés, fundado por Belinchón y, a la izquierda, el Ayuntamiento, casa Pozo y el Teatro Principal, donde, con Ignacio Medina y Mari Carmen Marín vería La verbena de la paloma . En Padre Isla, las casas de Fierro Ordóñez, Dionisio González, Melchor Martínez y el médico de Célis, padre de María Luisa, su amor platónico, y propietario de La Corredera, donde estuvo ubicado, durante un tiempo, el campo de fútbol y el mercado de ganados. Una mueca cómplice dibujó su boca, liando, detrás del Hospicio, los primeros Celtas compartidos con Antonio, nieto de Cándido García, constructor de la línea León-Matallana.

S u recuerdo se detuvo, con nostalgia, en los bajos de la calle Renueva, número doce, propiedad de Ballesteros. Allí recibió sus clases particulares en la posguerra. Moisés y Regla, políglotas, habían sido despojados, durante la contienda, de todos sus bienes sin otra razón que la de ser protestantes. Su iglesia estaba cerca de la Fundación Victoriano Crémer, al lado de la carpintería del Miguel Pérez, ebanista de lujo.

Oteada, desde las casas de Bodegas Tascón, allá por los años cuarenta, la despedida de los alemanes, que salían de las cocheras en Álvaro López Núñez. Las bombas de la Legión Cóndor descansaban en el campo de Deportes del SEU. Todo el mundo, con la boca cosida y el odio regurgitando en las entrañas, recordó la colaboración de José e Ildefonso Fierro, que vivían en Tolibia de Arriba y financiaron la guerra de Franco, los mismos que más tarde se harían con la explotación de CAMPSA.

Sonrió al nombrar a Pepe, dueño del Río Luna, presidente y fundador de la peña La Cultural y la del Real Madrid, añorando las tertulias en compañía de Juan Luis, el de la Jabonera, Alberto Fernández y Fernando Rodríguez Pandiella. Por aquel entonces, el paseo comprendido entre Papalaguinda y La Condesa de Sagasta no era más que una pista de tierra con El Universal escoltando la entrada al puente de Los Leones, donde un puesto de guardia vigilaba el contrabando. Poco después, Guzmán, el rechazado, señalaría, impertérrito, la estación del norte. Sáez de Miera era el basurero de la capital y el Paseo de Salamanca, donde Vigón entretenía los estómagos y desataba las lenguas, una escombrera. Al otro lado de San Marcos, prisión durante la guerra civil y escuela de Veterinaria poco antes, El Soto Garrido, donde retozaban las parejas.

Con las ventanas abiertas de par en par, abrazado al recuerdo de Durruti, su sombra voló, como las aves migratorias, a través de la casa de la Patro, en la carretera de Los Cubos, el hospital Nuestra Señora de Regla, El Arco de la Cárcel, la salida norte de la ciudad y todos los tejados que en otro tiempo fueron huertos y campos de cereal.

Sus manos, incapaces de atrapar la escasa luz que cercenaba sus pupilas, se aferraron a las páginas del periódico. El mismo que había servido para limpiar sus pinceles, elogiar sus exposiciones, publicar las esquelas de los amigos... No mires lo que fuimos, mira lo que somos, decían sus renglones, escurriéndose por el fregadero.

U n arco iris se dibujó en los ojos de la catedral, que, como una madre, acunó su cuerpo diezmado, mitigando el dolor de su destierro. Un artista es un mago, le susurró dulcemente al oído, pero un mago no es el protagonista local que sueña con el aplauso de otros mundos, un mago es un mundo que sueña con cambiar la cruda realidad transformándose a sí mismo. ¡Un mago vive-¦ y disfruta de lo que la vida le regala!

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