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Publicado por
León

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La calma era sólo aparente. El día sedimentaba sus horas con la constante levedad de otras veces. Nada hacía sospechar que, cerca de allí, la vida se agitase con total normalidad en las copas de los árboles, en las orillas del río y en la ciudad más cercana. Parecía imposible que el tiempo transcurriese igual para quienes estaban tan cerca.

Ana miró hacia atrás por última vez y encontró su infancia. Estaba allí, bajo el nogal, arrancada de sí misma, pero tranquila. La vio mientras se alejaba, mientras el dolor se acentuaba justo en el pecho. ¿Cómo era posible que un lugar tan pequeño albergase toneladas de dolor sin dejar, al menos, escapar un fragmento que aliviase el peso?

El sol ardía en los ojos de Ana y tuvo miedo de convertirse en estatua de sal. Volvió su vista al horizonte, mientras una voz la trasladaba al tiempo real.

-Nos iremos lejos, muy lejos de aquí.

Ana tejió una diadema de malvas. Era un día muy especial para su madre. Un buen día, para reconstruir la vida que otro mal día había resuelto en arrancarle. Se colocó la diadema que la niña le regaló.

- Dame un beso, mi niña. ¿Has hecho tú sola una cosa tan bonita?

- No. Me ayudaron las hormigas. Ya sabes cómo son de listas. Lo encuentran todo.

A nadie sorprendían las historias de Ana. Su respuesta, al respecto, siempre era la misma.

-No son historias. Es pura realidad.

Quizá fuera cierto. Quizá sea cierto. Puede que no seamos capaces de advertir los caminos que nos trazan las hormigas o ignoremos a los alocados vencejos cuando nos alertan acerca del peligro. Tal vez, la mirada de Ana fuese la más limpia y precisa del Universo y le resultase natural encontrar los enigmas que nos pueden salvar la vida. Hacía tiempo que había descubierto los sortilegios que los demás hemos obviado durante siglos. Precisamente, su peculiar modo de observación la llevó a descubrir un mundo aparte, un mundo que guardaba hechizos y fórmulas magistrales para llevarle a su madre felicidad. Resultó complicado.

No soportaba verla desarmada de dolor ante la inesperada y temprana viudedad. Por ello, los paseos de Ana se fueron alargando con los de las hormigas, hasta encontrar el pequeño mundo: una fábrica pequeña y abandonada que, en realidad era un castillo, un nogal gigante que era un faro, el nido de petirrojos guardianes de secretos, un hormiguero que era un pueblo y un riachuelo que era el océano.

Pero ahora, Ana portaba confusión de sentimientos. Temía que la dicha de su madre fuera excesiva y la ignorase. Y al mismo tiempo creía ser egoísta, cuando trataba de analizar con su tierno pensamiento, la amabilidad y el esmero que había recibido, desde el principio, por parte de un hombre llamado Carlos que, además, estaba a punto de convertirse en su nueva figura paterna. Carlos se desvivía por ambas. No cabían, pues, aquellas elucubraciones extrañas.

Los días se engranaron y los atardeceres volvieron a ser dóciles y pausados. Ana regresaba, cada tarde a su mundo y se sentaba bajo el faro, hasta que una hormiga se acercaba con sigilo o aparecía un guardián de secretos sobrevolando el océano. Una tarde comenzó a llover con fuerza. El olor a lluvia era tan intenso que parecía que no se iría nunca. Era agua acerada que se filtraba punzante en la tierra, provocando diminutos cráteres. La niña entró en el castillo, pero también llovía dentro. Apenas quedaba en pie una cuarta parte de la techumbre. Bajó tres peldaños, que nunca antes había constatado, y descubrió oscuras mazmorras. Los restos de una vieja y enorme caldera calefactora que, en realidad, era el tenebroso infierno, parecían rugir con poderosa y terrible voz. La llamaban a ella. Y ya nada volvería a ser igual. Ana sabía que aquel terrible descubrimiento era un presagio que la invalidaría para acercarse al resto de niñas y de niños, al resto de la gente, que no verían en ella más que la culpabilidad extrema de los reos. Salió corriendo hacia su casa en medio del diluvio. Carlos había llegado ya.

-Regresé antes de lo previsto. Tu madre quedó haciendo unas compras ¡Estás empapada! Ana entró en su cuarto y se giró para recoger la ropa mojada. Él estaba allí, observándola desde el umbral. Tenía la cara gris y, a contraluz, parecía un animal de ojos brillantes. Eran ojos gestados en lo más profundo del infierno. Después, sobre ella, el mismo diablo secuestrándole la infancia con la promesa de regresar cientos de veces. Con la forzada promesa del cruel silencio.

Nadie acudió al día siguiente. El petirrojo parecía haber olvidado a sus crías. El océano se volvió indiferente. Tan sólo quedaban las mazmorras, donde la niña siguió creciendo, apestada de lluvia. Pensó tantas veces en contárselo a su madre pero... ¿quién era ella para robarle la felicidad que el azar le había dado? Era mejor seguir callada y esconderse de su propia alma, con una sola idea en la cabeza. Por eso, un día calculó la distancia desde el faro hasta el suelo y lanzó una cuerda, pero el petirrojo no le consintió destruir su nido. Otro día, escondió un cuchillo y esperó a que el hombre de las tinieblas estuviese dormido, pero la ventana estaba abierta y entró una hormiga sabia que impidió que se condenara para siempre. Todo era tan difícil como intentar quemar la lluvia de aquella tarde. Fue así, que surgió un nuevo monólogo interior que atenuaba el miedo y que llevó a Ana a la definitiva conclusión de que la lluvia no arde nunca, pero se puede evaporar con el tiempo. Había llegado ese momento, alrededor de la mesa familiar. Todos los instrumentos del corazón bien afinados y la urgencia de las heridas queriendo hablar. El sol iluminado, como un náufrago en el cielo. La vida y la lluvia esperando.

-¿Qué te pasa, Ana? Siempre estás triste.

-Díselo tú, monstruo. Dile tú a mi madre lo que me pasa. Cuéntaselo todo tú.

Ana pidió clemencia ante los ojos aterrados de su madre. Le pidió una señal de amor que la rescatase y salió desesperada hacia el castillo, hacia las mazmorras del castillo, mientras guardianes y hormigas la arropaban, mientras el viento dejaba irse a la pleamar. Justo allí, donde la encontró su madre desesperada, también sin equipaje en su espíritu, provista de un único abrazo, que convirtió el castillo en fábrica, el faro en nogal y el océano en arroyo. Y aquel intenso olor a lluvia que comenzaba a evaporarse.

-Nos iremos lejos, muy lejos de aquí.

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