Diario de León
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JUAN MANUEL SANDÍN PÉREZ

E sta tarde, cuando bajaba al pueblo, pude contemplar cómo las leyes naturales lanzaban su espada de Damocles sobre un inocente abejorro.

Tumbado patas arriba, el colosal himenóptero atigrado ejecutaba sus últimos movimientos junto a una abeja, tras una corta existencia de no más de unas semanas. Mientras lo observaba, el insecto culminó su vida donde la había comenzado: en el suelo. De nada le sirvieron en ese último lance con la parca sus alas de brillo metalizado para escapar de aquella, como así hiciera sin embargo unos días atrás, cuando esquivó el ataque sorpresa de uno de esos cucos que marcan las horas con repetitiva cadencia estival en los pinares del Abantos.

Un rato antes, quizá el peludo primo de las moscas de cocina estaría libando pacíficamente en unos cantuesos, y ¡zas!, ahora su tiempo se había terminado, como sin duda se agota el de cualquier ser vivo. Y al verlo así, inerte en aquel parterre primaveral, mi mente me devolvió por unos instantes a aquella Astorga de mi infancia.

P or entonces, el frondoso vergel de negrillos de la Sinagoga era un bosque en miniatura, que nosotros cada día íbamos descubriendo entre cuenta y cuenta del juego del escondite. Me acuerdo que cuando llegaban estas fechas, que coincidían con la época en la que los olmos liberaban sus semillas voladoras, el jardín se convertía en una suerte de campo de batalla.

Ocurría siempre por sorpresa. Un día, en la arena aparecía alguna abeja muerta, junto a aquellos arcaicos bancos de madera de colores. Puede que ésta pasara desapercibida a nuestros ojos de rapaces. Pero al día siguiente el Jardín estaba lleno de cuerpecillos de abejas. Entre las sámaras redondeadas color vainilla de los negrillos que alfombraban el suelo, decenas de cuerpos color miel yacían inmóviles como si hubiesen sufrido una intoxicación nectívora colectiva. ¿O era quizás una suerte de suicidio grupal, como el que llevan a cabo ciertos cetáceos de cuando en vez? Aún hoy sigo sin comprender la causa de tan misterioso suceso natural. Sólo sé que se repetía cada año, y que desde entonces, los floridos rosales del Paseo del la Muralla quedaban huérfanos de zumbidos hasta la temporada siguiente. Y si bien es cierto que de pequeños no nos hacían mucha gracia estos insectos, recuerdo que verlas en el suelo, indefensas y sin vida, provocaba en nuestros corazones de niño un sentimiento parecido a la lástima, mezclado con la curiosidad y la despreocupación propias de la infancia.

M ás adelante me enteré de que ciertas especies de mariposas viven sólo unas horas. El tiempo justo para revolotear un poco y poder reproducirse. Y deduje que quizá a las abejas de Astorga les sucediese lo mismo. Quizá su momento les había llegado, y terminaran sus vidas bajo la sombra fresca de las copas de los olmos, cerca de las rosas que habían sido su sustento. Pero sin duda nuevas abejas continuarían su obra en algún panal oculto entre los muros de la Muralla, o en el interior de alguna tronca hueca de chopo en la Eragudina.

Los chillidos histéricos de los vencejos volando frenéticamente en busca de mosquitos que llevarse al gaznate me devolvieron a la realidad del ahora, del hoy.

Y me sacaron de mi reflexión acerca de lo efímero de algunas vidas, no así las nuestras, claro está. Aunque quién sabe si quizá para los tejos, acostumbrados a contener el hálito divino durante incluso milenios, nosotros no seamos más que unos simples abejorros en el fluir eterno de la vida.

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