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León

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ALFONSO GARCÍA

La fugacidad es la característica más definida de la condición humana. Y, por tanto, la muerte como tal, la única realidad de nuestra existencia. Jünger, al que le obsesionaba el culto a los muertos, dijo que si se recuperara este culto sería el signo esperado de que la cultura puede volver a echar raíces. No he reflexionado tanto sobre esta última afirmación como para hacerla, o no, mía. Es posible, al menos, que, con matices, tenga parte de razón, porque lo que sí me parece cierto es que tal realidad se ha convertido en un gran tabú en las sociedades desarrolladas: el ritual de despedida es un acto aséptico que cada vez resulta más incómodo, y procuramos zanjarlo de la manera más liviana y rápida posible.

Dicho esto, es fácil que no pocos estén de acuerdo en la afirmación de que la memoria pesa. Pero apenas nadie deja el lastre que en ella arrastra. De ahí que los muertos, incluidos los que hayan dejado huella colectiva, de la índole que sea, sean borrados de la memoria en apenas unos días. Cada vez más rápidamente. Ese dicho tan español de «el vivo al bollo, el muerto al hoyo» forma parte de esa asepsia tan característica del espectáculo de la muerte en nuestros días. Si el personaje tiene cierta relevancia social, el asunto se agrava. Porque el cinismo y la desvergüenza se revisten entonces de gravedad para celebrar el rito de despedida, en el que, con una dosis de notable atrevimiento, fundamentalmente los políticos intentan capitalizar, con un protagonismo fuera totalmente de contexto, el nombre de quien nos deja. Ocasiones recientes entre nosotros confirman esta vergüenza en que prima más la foto y los fuegos de artificio que el dolor. La muerte se está convirtiendo en otro espectáculo que dura, como diría el clásico, poco más que un requiem . Y es una pena. Una más. Sólo deseamos que, al menos, lux luceat eis .

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