Diario de León

Aquel burro que se llamaba Celedonio

Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

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La infancia pertenece siempre al Reino Secreto de la Magia, y por eso es capaz de convertir la estrechez habitual de sus límites en el centro del universo. Y aunque llega a ser, desde el pulso lejano de la memoria, una forma de ver el mundo, no por eso -“o por eso precisamente- impide dibujar los perfiles del detalle.

Recuerdo las tardes mágicas del jueves, la transparencia del aire de aquellas tardes sin escuela. Es verdad que los recuerdos y la vida de aquellos años iniciales carecían de fechas y de espacios, porque la infancia, dolorosa a veces, es, sobre todo, una fiesta. Una fiesta común, especialmente, creo yo, si las raíces se enriquecen en los ámbitos de libertad que tenían nombre de pueblo. Después, mirando uno hacia los adentros, ocurre que cada corazón es un misterio. Es la historia que cada cual escribe o cuenta, porque la memoria, como el alma, ni pesa ni se toca, pero son, sin duda, una guía que condiciona nuestro camino.

Recuerdo, digo, los jueves y la magia de sus tardes que, según la época del año, abría un abanico de posibilidades y las diversificaba. Cuando la canción de la tabla de multiplicar y el ritual con puntero para seguir el curso del Duero y sus afluentes estaban a punto de poner fin a la rutina, allá por los meses de mayo y junio, el Valle -“el Valle de Esperanza, que después supe el nombre preciso- era entonces el eje de nuestro pequeño mundo conocido.

Nos convertíamos en jinetes furtivos. En jinetes siempre a pelo. En el verdor de aquellos praos , limitados por roca y monte y por agua en no pocas zonas, pastaban caballos, yeguas, mulas, burros-¦ Aún recuerdo algunos nombres y no pocas cualidades. El Cordero , un hermoso percherón, cuya propiedad era de los de la Viuda, significaba la aspiración para trotar con elegancia y pasión por aquellos parajes y paisajes inolvidables. El dedicado a principiantes pertenecía al tío Torres, y el pobre era flacucho de solemnidad. Andaba siempre cabizbajo y triste, como arrastrando una pena inconfesable y honda. Si lo montaba alguien de peso -“de peso real, nada de metáforas sabíamos- o dos de mediano, que a veces escaseaban las cabalgaduras, fácilmente se esclicaba . Ya entienden. La palabra no viene, que yo sepa, en el diccionario de la RAE, pero, al igual que peruno , y alguna más, me sirvieron para presumir en no pocas ocasiones de localismos lingüísticos. Sé ahora que así nombramos el mundo, como recuerda en su Libreta de apuntes mi amigo Gustavo Adolfo Garcés, poeta colombiano: «Cuántas palabras / se asientan / en la memoria // y entonces / digo el mundo». Pobre caballo aquél, de cualquier manera, que el dios de cuadrúpedos, trotadores y similares lo tenga en su gloria amén.

Las mulas eran otro cantar, que en el mundo de la mina, salvando las lógicas excepciones, resultaban animales entrañables. Carbonera , Torda , Lucera -¦, como casi todas, eran lentas, pacientes y sumisas, cualidades que venían muy bien a los que se iniciaban en estos menesteres. Para los primerizos, vamos, que, con frecuencia no eran, no éramos capaces de hacerlas arrancar. Agachadas a veces, con la mirada perdida en no pocas, se obstinaban en dejar al viajero en el punto de partida, sufriendo la envidia de quienes cabalgaban sin contratiempos.

Todo lo contrario, por lo general, eran los burros, que, como diría la dueña de uno de ellos, por algo se llaman así. Espero hablar algún otro día con más tranquilidad de la especie. Hoy lo haré sólo de Celedonio , gris y trotón, alto e imprevisible, traicionero. Un cabrón de tomo y lomo, para entendernos. Sobre todo de lomo, pues pocos eran los que sobre él permanecían mucho tiempo. Rápidamente ponía a los jinetes inexpertos, y no tanto, en el suelo. Y es que montarlo con templanza y garantías era síntoma inequívoco de pericia. Certificado de que ningún otro ejemplar de los que pastaban por éste y otros valles cercanos se resistirían.

Siempre me he confesado inexperto en estos asuntos. Pero obstinado, a veces arriesgadamente obstinado. Esta última actitud me llevaba a intentar la aventura solitaria para domar al burro Celedonio. Así podría presumir algún día de cabalgar con los mejores. Miento. Me embarqué en tal pretensión una sola vez. Y fue un fracaso total. Ésta, y algunas otras, sin duda, es una de las espinas que no he logrado nunca desclavar.

Llegué solo, como digo, al Valle. Busqué a Celedonio. Lo desa-

té. Lo monté con mil dificultades y dos mil miedos, he de confesarlo. Y trotó en dirección contraria a la deseada, por el camino hacia el túnel y el estrecho valle paralelo de La Voiga, geografía que tan bien conocía yo. Pero en aquellas circunstancias, no la disfruté, ni la vi siquiera. El cabrón del burro parecía tenérmela jurada, no sé por qué razones, y tan pronto trotaba lento como volteaba la cabeza, se alzaba de patas o galopaba. Yo no era yo, ni sombra más que de miedo y angustia. Dependía del capricho y del antojo del burro de la tía María. Con mucha suerte, resistir. Pero ¿durante cuánto tiempo?

Cuando llegamos -“llegó, para ser exactos, que no estaba yo para tomar ni decisiones ni conciencia- al Sierro del Agua, Celedonio galopó a trote saltarín, se giró bruscamente y servidor dio con todo el cuerpo, huesos incluidos, en la tierra salpicada de polvos y de piedras. Entre mis muchas cicatrices de picardías y otras travesuras de distinto signo y condición, conservo una, inequívoca, en el dedo meñique de la mano izquierda, provocada por la caída -“sería más exacto decir tirada - de aquel encabritado burro de color grisáceo y trote falso.

No sabría precisar con exactitud cuánto tiempo después -“dos, acaso tres años-, estábamos comiendo cuando alguien nos voceó desde la calle para decirnos que el tren había matado al burro Celedonio. A la entrada del túnel de arriba, el que comunica con Ciñera. El de abajo lo hace con los Adiles y Vega.

Quedé inmóvil al escuchar la trágica noticia.

Dos lágrimas recorrieron mis mejillas antes de caer al plato. No pude con los huevos fritos adornados con una pequeña montaña de patatas fritas, el mayor manjar gastronómico que aún perdura como tal.

La nebulosa inevitable de las lágrimas me ofreció la mirada penetrante de aquel burro de la infancia al que quería, a pesar de todos los pesares. Y hoy, detrás de aquella mirada que reproduzco en mi memoria con precisión después de tantos años, una marea de imágenes me llega desde el otro lado de mi vida. Santa Lucía ejerce tal atracción sobre mí, que nada puede borrar nunca los contornos dibujados en la profundidad de los secretos a los que sólo tiene acceso la memoria. Esta memoria que el tiempo fortalece y añade el color de la ternura.

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