El poeta que se dejó matar
Fue una madrugada de 1942 en la prisión de Alicante. La voz más poderosa de la poesía española del siglo XX enmudecía. Tras 68 años, documentos inéditos ven la luz
En la madrugada del 28 de marzo de 1942, sábado, víspera del Domingo de Ramos, fallecía a las 5.30 horas, en la prisión Reformatorio de Adultos de Alicante tras una larga agonía, Miguel Hernández Gilabert, el mejor sonetista, junto a Quevedo, de nuestra historia. Tenía 31 años y un largo calvario de torturas y malos tratos por las más duras prisiones españolas. Jamás quiso retractarse de sus ideas, y rechazó toda ayuda si a cambio tenía que traicionar a los humildes y a su conciencia A esa temprana hora de la madrugada la tenue luz del alba se derramaba tímida desde el alto ventanal de la enfermería del penal, pugnando, inútilmente, por cerrarle sus redondos ojos garzos, ya sin vida. Instante ineluctable de una inmortalidad que por méritos propios nadie podía arrebatarle ya. Moría el hombre, nacía el poeta.
Andrés Serna, vecino, amigo y cabrero como Miguel, todavía nos recordaba con tristeza hace unos años sus interminables charlas con el poeta en la sierra oriolana mientras ambos vigilaban sus rebaños de cabras, las tardes-noches de estío en su casa acompañado por su amigo Fenoll. Recuerdo muy bien el miedo y disgusto que tuvo cuando un amigo nuestro con el que habíamos ido a bañarnos a Guardamar del Segura, se ahogó por un corte de digestión. Al regreso, Miguel y yo no tuvimos el valor de decírselo a su madre. Miguel sí se lo comentó a su padre cuando regresó a casa, con miedo y respeto porque su padre era un hombre demasiado severo y rudo. Lo escuchó con gravedad y tras conocer los hechos se dirigió al domicilio del amigo fallecido para decirle a su madre: «Arregla la casa, que te traen a tu hijo muerto». Rudo como era D. Miguel advertí que se emocionaba al decirlo. Luego nos cogió a Miguel y a mí y nos llevó al corral que había detrás de su casa de la calle de Arriba donde vivía la familia y trató de conocer al detalle los hechos. Avisó a la Guardia Civil y preparó todo lo necesario para recibir el cadáver y hacerle un buen sepelio. El padre de Miguel tenía dinero y posición, era como el cacique en la Orihuela de 1930. Serna no puede reprimir un gesto de reprobación cuando insisto sobre la muerte del poeta: «Miguel se dejó matar, nos decía. De eso no tengo ninguna duda. No porque fuera un mártir, que no lo era sino porque era incapaz de traicionar a nadie y menos a quienes habían confiado en él leyendo sus poesías como Viento del Pueblo o le habían visto tomar partido por una causa en la que ninguno de su familia, ni siquiera su esposa, creía. Nunca se retractó de lo que escribió, y eso le costó caro. Por más que D. Luis Almarcha y su amigo José Martínez Arenas le insistieran, Miguel no daba su brazo a torcer. «Son buenos, me decía, pero demasiado aferrados a la religión y a la tradición».
Neruda y Alberti, la verdad
de las mentiras
La amistad y admiración que sentía Miguel hacia Neruda ha quedado de manifiesto en las numerosas cartas que ambos poetas se cruzaron en los años que el Premio Nobel permaneció en España y después ya en Chile, Neruda siempre tenía palabras de elogio para Miguel, lo mantenía en su madrileña «casa de las flores» durante largas temporadas y su segunda mujer Delia del Carril, sentía una «especial» atracción hacia el oriolano, que era mutua. Con Alberti las cosas no estaban tan claras. Mientras el gaditano intentaba ante sus amigos y en especial tras la muerte del orcelitano, vender una imagen de cariño y admiración hacia Miguel, en círculos más allegados Alberti, manifestaba un profundo rechazo hacia el poeta. Él y su esposa no escatimaron palabras ni papel para hacer ver a todos que, tras ser detenido Miguel en Rosal de la Frontera cuando iba camino de Portugal buscando refugio en la embajada de aquel país por mediación de la cónsul Gabriela Mistral, movieron Roma con Santiago para conseguir su salida de la cárcel de Torrijos donde el oriolano estaba condenado a muerte, lo que, según María Tersa, consiguieron.
Veamos lo que escribieron tanto Neruda como María Teresa León en sendas publicaciones chilenas en lo que parece más un duelo retórico por colgarse medallas que un alegato serio y convincente para salvar a «su colega y amigo» español: En la revista chilena Ercilla del 29 de diciembre de 1953, Neruda escribe: «Yo estaba en París, arreglando la salida de los españoles republicanos hacia Chile, cuando me enteré de la prisión de Miguel Hernández. Durante una reunión en el Pen Club en París la comenté (se refiere a la detención de MH) con María Teresa León (la esposa de Alberti) y la poetisa Marie-Anne Comnène. María Teresa recordó que Miguel había sido un poeta católico y que había escrito un auto sacramental titulado Quién te ha visto y quién te ve, y sombra de lo que eras. Anne inmediatamente se puso a buscar por todo París una copia de dicho auto sacramental. Finalmente encontramos uno que le fue dado a leer al cardenal Baudrillart que habla español y era gran amigo de Franco. El cardenal estaba enteramente ciego, pero el poema le fue leído. Se impresionó de tal forma que inmediatamente pidió a Franco la libertad de Miguel Hernández. Así salió Miguel de la cárcel».
Sin embargo, dieciséis meses antes, concretamente el 7 de agosto de 1952, María Teresa León ya había escrito en El Nacional su alegato en un artículo titulado Para una biografía de Miguel Hernández : «en marzo de 1939, al llegar a París fuimos a vivir con Pablo Neruda. A él le llegaron malas noticias de Miguel Hernández: Aquella noche Benjamín Cremieux nos invitó a una comida en el Pen Club. (-¦) Pablo me señaló de pronto: Va a hablaros María Teresa León-¦ Yo comprendí lo que tenía que decirles: Un poeta español, Miguel Hernández, va a ser condenado a muerte en España (-¦) Acordamos interceder-¦»
Un embajador con poco tacto
Fue María Teresa y no Neruda, dice el profesor Eutimio Martín en su reciente y documentada biografía, Miguel Hernández, el oficio de poeta. Ed. Aguilar 2010, la que intercede ante el purpurado para la liberación de Miguel. El cardenal Baudrillart escribe al embajador de España en París José Félix de Lequerica y este envía la petición al ministro de Asuntos Exteriores español «rogándole, tan sólo, someta a la consideración de V.E. estos deseos, (indulto) por si dentro de la ley y la equidad pudieran ser atendidos». Comienza de esta manera una ronda de peticiones por los consulados y embajadas francesas, inglesas, chilenas-¦ para intentar salvar a Hernández. Ni esta carta, ni la que envía el 25 de julio la Embajada de España en Chile, ni la nueva del 6 de junio de 1939 de Lequerica al ministro de exteriores surten ningún efecto, no así, señala el catedrático E. Martín, «la que firman los escritores J.B. Priestley, H.G. Welles, Compton Mackenzie y E. M. Foster, protestando por la sentencia que pende sobre Miguel y que va dirigida al duque de Alba, embajador en Londres, en la que desean llamar su atención «de manera especial» sobre las sentencias de muerte «contra el poeta Miguel Hernández y el filósofo Ángel Gaos y le piden ejerza toda su influencia «para conseguir la revisión de dichas sentencias».
El duque de Alba, parece no tomarse muy en serio estas peticiones por lo que se deduce de carta a vuelta de correo a Lequerica en la que le dice indolentemente que «En general, no contesto a las muchas cartas de este tipo-¦, pero dada la calidad de estas firmas (-¦) y especialmente de la de Wells, he creído oportuno en esta ocasión contestar en la forma que V.E. podrá apreciar-¦». La respuesta del duque de Alba es mordaz y agresiva y va dirigida a H.G. Welles al que al parecer conoce personalmente. En primer lugar le tengo que decir que, si basa su petición en lo que lee aquí en los periódicos, no la puedo tener en consideración. Necesito pruebas de más peso ya que nadie ha sido ni será fusilado en España por sus ideas políticas, sólo por haber cometido un crimen. Después de todo España tiene que protegerse. La amnistía general es poca protección contra el asesinato en masa tal como prevalecía después del mes de octubre de 1934». (E. Martín op. citada), y seguidamente pasa a la ofensiva diciéndole que tampoco el gobierno británico hizo nada cuando la rebelión de los cipayos, (una comparación irrisoria ya que ni tuvo le entidad de la guerra civil española, ni murieron un millón de víctimas, y era un problema religioso que tiñó el espíritu de libertad de los hombres de diferentes razas que integraban el ejército británico. Sin embargo, añade, los hombres a los que usted se refiere «¿son figuras de celebridad internacional? No puedo sino sospechar que la preocupación que le producen se debe más que a sus obras, al hecho de ser rojos».
Error burocrático
El profesor Martín en entrevista exclusiva para este periódico nos confirmó que la realidad de la liberación de Hernández se debió «a un error burocrático, y que ninguna de estas peticiones de clemencia influyó lo más mínimo en su liberación». De este modo el 15 de septiembre de 1939 le dejan salir de Torrijos, gracias a que la justicia no tenía en su poder el expediente del Gobierno Civil porque no había llegado a Madrid. En la capital de España le vuelven a tomar declaración en el Gobierno Civil y seguidamente le dejan en libertad al no constar más que como detenido gubernativo. Por lo tanto su libertad se debe, no a las recomendaciones de María Tersa León ni de Neruda sino a un burdo error burocrático. En cuanto Alberti, continua diciendo el profesor, «era igual de vanidoso que Neruda y quería a toda costa que su mujer y él tuvieran el protagonismo de un hecho en él que nada tuvieron que ver, aunque lo intentaron, según se desprende de sus escritos. Entre ellos no se tragaban», continúa diciendo Eutimio. «Recuerdo, que en cierta ocasión fui a saludar a Alberti en Madrid. Me trató muy amablemente y me dedicó sus obras completas, pero en un momento de la conversación la hablé de Lorca y de repente se levantó y se fue. Más tarde volvimos a coincidir en una comida y cuando intentaron presentarnos Alberti dijo, «a ese señor ya le conozco» y me dio la espalda, todo por haberle mencionado a Federico. Eso da una idea de la clase de envidias que existía entre ellos por mucho que quieran dar una imagen de cariño, amistad y apoyo», concluye el autor.
La dudosa amistad
Dejando a un lado los eufemismos poéticos laudatorios y la mejor o peor intención de Neruda hacia el oriolano al que dedicaría en su «Canto General» uno de sus más desgarrados poemas: «A Miguel Hernández asesinado en los presidios de España» en el que pasa por la quilla a aquellos poetas que se decían amigos y nada hicieron por impedir su muerte:
«Que sepan los malditos que hoy incluyen tu nombre en sus libros, los Dámasos, los Gerardos, los hijos de perra, silenciosos cómplices del verdugo, que no será borrado tu martirio, y tu muerte caerá sobre toda su luna de cobardes-¦»
Neruda tuvo también su «lapsus» hacia ese «Miguel de España» al que no obstante y machaconamente, al final del poema, dice no olvidar: «(-¦) no te olvido, hijo mío!, no te olvido, hijo mío! (-¦»), y, sin embargo, la amnesia parece que campó a sus anchas cuando en «España en el corazón», en el apartado «Explico algunas cosas», al recordar su casa de Madrid y los amigos poetas que la frecuentaban olvida, deliberadamente (?) a Miguel, pero no a Alberti, Federico, o Raúl González Tuñón: «Mi casa era llamada / la casa de las flores, porque por todas partes/ estallaban geranios (-¦) Raúl, te acuerdas?, / Te acuerdas, Rafael?/ Federico, te acuerdas?...» . Ni una palabra de Miguel.
Alberti, sin embargo, recuerda su nombre y hasta su olor-¦
«Puras noches nerudianas/ Miguel Hernández olía/ a oveja y calzón de pana-¦»
Pero Federico-¦, al que no soportaba ni que se lo nombrasen, como apunta Eutimio Martín, ese sí que olía bien:
«¿Y Federico? A canciones / con jardines de arrayanes/ y con patios de limones».
¡Cuánta hipocresía disfrazada de lirismo!