Diario de León

Mucha lava en la historia de Europa

Las erupciones han sembrado el caos a lo largo de los siglos, con cientos de miles de fallecidos

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Fernando Pescador
León

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Los volcanes, aunque lejanos, siempre han zarandeado a Europa y a los europeos. Las vicisitudes en el transporte aéreo acaecidas por la erupción del Eyjafjalla no dejan de ser una pálida expresión de momentos de la historia continental mucho más oscuros que los actuales.

Las noches de terror de los adolescentes, por ejemplo. Las alimentan monstruos como Frankenstein, que nació de la fértil imaginación de Mary Shelley en 1816, cuando se refugió con Lord Byron en el chalet suizo del poeta, Villa Diodati, huyendo de las tinieblas proyectadas por la erupción del Tambora, un volcán indonesio que hizo de aquél «un año sin verano». Lo cuenta Emmanuel Garnier en su Las Perturbaciones del Tiempo. 500 años de calor y frio en Europa (Editorial Plon, 2010), publicado en enero y por el momento sólo disponible en versión original.

Mientras la Shelley se libraba al experimento de la creación sombría, Byron alumbraba su célebre poema Darkness (Oscuridad) donde se dice aquello de «el sol brillante se extinguió y las estrellas vagaron oscuras por el espacio eterno» y el médico del poeta John William Polidori escribía su novela El Vampiro, que precedió por muchos años al Drácula de Bram Stoker. Qué hubiera hecho Hollywood sin Tambora.

A falta de cámaras fotográficas, el prodigio de los cielos coloreados era territorio a conquistar por los pintores. Simon Winchester, autor de Krakatoa: the Day the World Explosed -”Krakatoa: el día que el mundo estalló, un título evidentemente cinemátografico para la obra de este británico afincado en Massachusetts, EE.UU.-”, cuenta cómo en 1883, cuando el célebre volcán situado entre Java y Sumatra reventó, millones de toneladas de polvo volcánico fueron proyectadas a la estratosfera.

Allí quedaron durante años circunvalando el planeta. A 15.000 kilómetros, los bomberos de Nueva York creyeron, los primeros días, que aquellos resplandores eran trazas de fuegos lejanos. A veces la luna era azul, a veces verde. Arrobado por el espectáculo William Ascroft, un londinense, pintó medio millar de lienzos.

Se piensa incluso que el célebre cuatro El grito, de Edvard Munch, creado una década después de la erupción del Krakatoa, encontró su inspiración en uno de aquellos espectáculos de color sobre Oslo.

Pero no todo fue arte. Las cenizas del Krakatoa ayudaron a descubrir corrientes de aire en las alturas cuya existencia era desconocida. La Corriente de Chorro ecuatorial fue uno de esos hallazgos.

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