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Baviera, salchichas y abetos

Donde Luis II convirtió sus sueños románticos en castillos inolvidables

Hotel Schloch Lindendof.

Publicado por
J. a. González (johnny)
León

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Por la N181, entre montañas increíbles y valles que mantienen una pureza casi virgen, subimos por la ladera pina hasta el lago Achensee. En la cima hay que volver la vista atrás para admirar la grandiosidad del valle del Inn. También se puede subir en el tren de cremallera y máquina de vapor, que parece ser que es el primero que se construyó de este tipo en el Tirol.

El lago es de forma alargada y las montañas de Karwendel y Sannwend se reflejan en el agua azul verdosa. El conjunto es de una belleza estremecedora. Habíamos pensado comer al otro lado del lago, en el pueblo de Perisau, incrustado entre alerces gigantes, pero tendríamos que esperar al vapor que cruza el lago y esto nos retrasaría excesivamente.

Dejamos la N181 y nos desviamos a la regional 13, carretera pintoresca que nos llevará a Bad Tolz, la ciudad balneario donde nos alojamos; el olor a yodo se detecta antes de llegar y lo que llama la atención son las casas pintadas con frescos, como muchos pueblos de Baviera y que una mayoría de ciudadanos visten el traje típico tirolés; hombres con pantalón corto de cuero y tirantes y sombrero con pluma; las mujeres con chalecos verdes y faldas largas de bordados multicolores.

A cuatro kilómetros hacia el oeste está la montaña Blomber que se levanta desde la llanura, casi con pendiente vertical. El Coro Griego sube en un remonte, en tanto que yo me quedo en una terraza en la base tomando un refresco. Pasado un rato, llegan muertas de risa, pero traen una cara de espanto considerable; han alquilado una especie de tobogán con ruedas y han hecho el recorrido serpenteante que se abre camino montaña abajo, lanzadas a toda velocidad.

Por la B11 llegamos al monasterio de Benediktembeuren, cuando ya el oeste se incendiaba en arreboles. Fundado en el siglo VIII, se considera la más antigua institución benedictina al norte de los Alpes; se organiza en torno a un gigantesco patio central de forma rectangular, en construcción cerrada, típicamente alpina, con dos alturas y mansardas con pequeños ventanucos en los lados largos y cuatro alturas escalonadas, con gablete, en los lados cortos. En uno de ellos está la entrada principal y en el opuesto la iglesia. La iglesia es grande, clara y con un gran órgano, como todas las iglesias bávaras; a ambos lados púlpitos de mármol negro y estuco; su escalerilla de subida es exterior y también de estuco negro que contrasta con los tonos claros de las paredes y las columnas. En un rincón del patio, a la salida, hay un antiguo cementerio con pequeñas cruces de hierro y entre algunas tumbas, flores. También un jardín de hierbas medicinales. Hemos venido a escuchar al anochecer la ópera Carmina Burana .

Como se sabe, los temas de esta ópera eran cantos goliardos, compuestos en los siglos XII y XIII por monjes y estudiantes de vida irregular y golfanta, que escribían ocasionalmente poesía y canciones donde se criticaba satíricamente a los estamentos sociales y eclesiásticos y se cantaba a los placeres terrenales: el amor carnal, el goce de la naturaleza y sobre todo el vino eran los recurrentes motivos de inspiración. Las carminas (canciones) fueron compuestas en diferentes abadías austriacas y en algún momento determinado pasaron a este monasterio y en el proceso de secularización a la biblioteca de Munich. Carl Off en 1936 hizo una labor de reelaboración y compuso la música tal y como hoy conocemos la Carmina Burana .

La puesta en escena corresponde a una compañía de Viena con una orquesta de sesenta músicos, varios cantantes solistas y un coro algo mayor, vestidos de monjes. Y puedo decir que esa noche volvimos al hotel con la interpretación del coro resonando con toda la fuerza en el estómago. Eran como calambrazos del más allá.

Hoy el monasterio pertenece a los Salesianos. Como ya apunté, en otros viajes tomábamos Innsbruck como campamento para recorrer las zonas cercanas, sin embargo, en esta ocasión, hemos descubierto un hotel perfectamente adaptado y a precio razonable a cincuenta metros del parque que bordea el Castillo de Luis II de Baviera, Schloss Linderhof y nos hemos trasladado a la parte norte de los Alpes para hacer este tramo de Alemania.

Por la B11, a lo largo de los lagos Kochelsee y Walchensee, llenos de gentes practicando deportes náuticos o simplemente paseando, nos adentramos hasta el corazón de las montañas; hasta Wittenwal. Según dicen, el pueblo más bonito de Baviera.

He leído que Wittenwall estaba en la ruta comercial romana que unía Verona con Innsbruck y luego Munich. Las mercancías se trasladaban desde Innsbruck, por los pasos de montaña hasta este pueblo y luego en balsas por el río Isar hasta Munich. Pero a comienzos del siglo XVII la ruta de montaña se cambió a un paso más ventajoso y este pueblo comienza a decaer. Pero en 1684 un mozo del pueblo que había pasado veinte años en Cremona como fabricante de violines, regresó y puso a todo el pueblo a fabricar instrumentos de cuerda, utilizando la madera de la zona. Había estudiado con Nícolo Amati que dio al violín la forma actual y al poco tiempo de regresar a su pueblo más de la mitad de la población se dedicaba a este tipo de artesanía exportando a todo el mundo. Hoy Wittenwall, el «pueblo de los mil violines», es un hermoso pueblo escondido en los Alpes, lleno de veraneantes, con espléndidas casas decoradas con aguilones tallados con adornos y hermosas fachadas pintadas con frescos. La iglesia, del siglo XVII, también muestra unos bellos frescos en su exterior.

Esta tarde hay mercado medieval y seguimos a la riada de gente, vestida con ropajes de otras épocas o simplemente a la tirolesa, que deambula entre los puestos de fabricantes de violines, trabajos de madera, cuero, fabricación de cerveza y de queso. Carpinteros que manejan la azuela, la maza y el serrón, construyen utensilios de labranza de la zona y herreros con mandiles de cuero y tiznados de carbón, fabrican herraduras con el mazo o macho, y el martillo que voltean y repican en el yunque con ritmo acompasado; y en definitiva, todo tipo de artesanía. Se han instalado tenderetes de vendedores de miel, tartas artesanales, salchichas y botellines de cerveza de trigo, que un grupo de juglares alaba, me imagino, y venden como una panacea que seguramente podría resucitar a cualquiera.

Al final del pueblo, por la calle corren regueros de agua descubiertos, como antiguamente en los pueblos leoneses. Se diferencian en que aquí al pavimentar, se han establecido cauces perfectamente perfilados con piedra amoratada.

Comemos unas salchichas y pastel de manzana, exquisitos, antes de retomar la carretera 11 para enlazar con la ruta romana hasta Garmisch-Partenkirchen, la capital de la región y erizada de remontes y trampolines de saltos de esquí. Desde aquí por la 2 y luego por la pintoresca 1118 hasta el Schloss Hotel, abierto recientemente en estilo alpino y con las contraventanas exteriores pintadas en un azul pálido.

Luis II de Baviera, el Rey Loco (1845-1886) fue un monarca romántico, amado por su pueblo y odiado por los miembros del gobierno bávaro, al que estuvo a punto de llevar a la bancarrota.

En tiempos de su padre Maximiliano, conoció a Richard Wagner, que lo alentó en su amor por la música, el teatro y la mitología germánica, sin que por ello lo considerara un «espíritu afín», sino más bien, una fuente potencial de financiación para sus extravagantes óperas. Pese a todo su idealismo, el compositor era un personaje que no permitía que sus escrúpulos interfirieran en su engrandecimiento personal y parte de su carrera fue financiada por Luis II.

En este ambiente de fantasía, bosques y mitos desplegó Luis II sus energías, creando una arquitectura romántica de altos vuelos. Mandó construir en la Baviera oriental, el palacio de Tiensee, ubicado en la isla «Mujeres», en el centro del lago Tiensee y que nosotros hemos visitado en otro viaje. Es una copia en pequeño del palacio y los jardines de Versalles. Lo más impresionante es su escalera de mármol.

En la Baviera central construyó el palacio de Linderhof. A este palacio se entra por un paseo que serpentea en una ladera suave y a través de una arboleda alpina. Antes de llegar hay que pasar por el Pabellón Morisco, que el rey compró en la exposición universal de París de 1867 y un jardín formal con claveles rojos y amarillos y surcos de espliego. El palacio rococó es como una cajita de marfil; su interior es un mundo de fantasía incluyendo una mesa que baja a las cocinas y sube hasta el comedor. En la parte de atrás desciende una escalera de piedra por la que cae el agua en cascada. Desde su fachada principal se desciende por escaleras entrecruzadas hasta el lago, en el fondo del pequeño valle, en el centro del cual una fuente dorada lanza agua a más de treinta metros de altura. La otra ladera, la forman escaleras que se cruzan entre sí hasta la cima de la colina. En este palacio es en el que más tiempo vivió el rey y cuentan que en las noches de invierno hacía excursiones en trineo al que enganchaba un tronco de seis caballos emplumados y un grupo de sirvientes le daban escolta con antorchas encendidas.

En la Baviera occidental, en el límite de las montañas bávaras austriacas y suizas, Luis II mandó construir al borde del lago, entre abetos y cedros, el castillo de Neuschwanstein.

Jaspers, filósofo de Heidelberg, relaciona la noche con la pasión y la luz con la ley. Cuando yo fumaba y salía de turismo con los amigos, no visitaba más allá de la mitad de los monumentos que ellos recorrían desde primeras horas de la mañana, como si el mundo se acabara cada día. Tampoco me importaba demasiado. Si los romanos distinguían entre días de negocio y días de ocio, que venían a ser la mitad del año, yo dividía las horas del día en horas de negocio y en horas de ocio. En aquellas mejor no salir a la calle; te encontrabas a la gente irritable, desperezándose todavía de un sueño corto, arrojados de la cama por la violencia del despertador, los ojos rojos, escocidos por el sueño, la tensión y el humo del cigarrillo; humo que por la noche sería como un sedoso efluvio suavizante. Ya lo dijo Oscar Wilde: «El trabajo es la maldición de la clase bebedora» y fumadora, agrego yo.

A partir de las doce de la mañana el mundo comienza a ser feliz, o todo lo feliz que se puede ser en este tiempo de tribulaciones; comienza la preparación del tiempo de la contemplación, lejos de la refriega cotidiana de aquellas otras horas; y capaz, diría Schopenhauer de «desembarazarse del humillante apremio de la voluntad» y alcanzar una «actitud estética y contemplativa». Hegel, por otra parte, comenzaba su curso distinguiendo la «verdad del día laborable», cuyo motivo es el interés y la «verdad dominical» más allá de la urgencia, es decir territorio de la contemplación. Salid de día / que la noche es mía , decía Jorge de Ilegales .

Cuando yo estaba dejando de fumar, traía una cajetilla de ducados desde España para, sentado en la pradera, al borde del lago azul de Schwangau, fumar un pitillo, teniendo a un lado el palacio amarillo de Hohenschwangau y al fondo, sobre la colina, el castillo blanco de Neuschwanstein. ¡Era la máxima felicidad!

En este año de crisis la gente está echada a la calle y si queremos visitar el castillo de Neuschwanstein, hemos de desechar la «teoría del calendario horario» y establecer las siete de la mañana como horario de ocio, de modo que a las nueve estábamos en el área de venta de tickets, aunque ya se nos habían adelantado unas doscientas personas con el ojo irritado. Después de hacer cola como una hora, subimos en un coche de caballos, por una senda entre alto arbolado, hasta el patio de armas del castillo.

El castillo de Neuschwanstein, blanco, se alza en una colina que se recorta contra la ladera de una cadena montañosa mucho más alta y de masa amenazadora. Este fue el último castillo que mandó construir Luis II de Baviera y cuyo proyecto corrió a cargo de diseñadores de decorados teatrales, de ahí esta extravagante fantasía; es un sublime, esbelto castillo neogótico, por decirlo de alguna manera, audazmente estirado hacia lo alto como el cuello de un cisne. Una folie romántica que luego inspiraría a Walt Disney el castillo de la Bella Durmiente. En la parte de atrás un puente (puente de María), como un cabello de princesa, se levanta sobre un precipicio a través de una garganta estrecha y profunda.

En esta ocasión no he pasado del patio de armas, ya que las escaleras son demasiadas, pero en un viaje anterior, con mi sobrino Rubén, recuerdo el asombro de esa decoración oriental, la sala del trono, donde no hubo tiempo para instalar trono, el dormitorio con la gran cama de estilo gótico, que es como una sala sepulcral, el salón de los caballeros, con su suntuosa marquetería,-¦

Luis II de Baviera vivió aquí menos de medio año. Una noche los miembros del gobierno, que habían llegado a la conclusión de que el rey había perdido el juicio, lo mandaron apresar y lo recluyeron en otro castillo, el de Berg, al lado del lago Starnbergersee. Unas noches más tarde el médico y él desaparecieron en las aguas del lago.

No digo que sea mala idea ver la película que sobre Luis II ha hecho Visconti, con su actor fetiche Helmut Berger en el papel del rey.

A escasos dos kilómetros del castillo, por un paseo bello y anchuroso, está Füssen, centro comercial y administrativo de la región. Desde lejos ya se divisan los dos torreones de estilo gótico tardío, con tejados puntiagudos, y parte de la abadía benedictina, que hoy sirven de Rathaus (Ayuntamiento). Volveremos aquí por la tarde, pero ahora vamos a visitar la iglesia que dicen, es el ejemplo más glorioso del rococó de la arquitectura germánica, la Wieskairche. Está, más o menos, a una distancia de veinte kilómetros de Füssen y separada a la derecha de la Ruta Romántica. Construida sobre una pradera alpina, el exterior es sencillo, con sus muros pintados de blanco y amarillo y sus tejados rojizos. Las columnas de las ventanas del altar son de mármol con bandas azules y las columnas del retablo tienen bandas naranjas y ocres. Los púlpitos, uno de ellos con tejadillo, son una filigrana barroca en mármol rosado y latón dorado. Los frescos del techo impresionan. Algunos asientos, de madera oscura, están tallados con figuras barrocas muy recargadas.

Comemos de campo y volvemos a Füssen.

Füssen es un pueblo de unos veinte mil habitantes, asentado sobre la vía Claudia Apia, con viviendas cual casitas de muñecas, algunas de fachadas escalonadas y todas pintadas de alegres colores. En las calles del centro hay terrazas llenas de gente y músicos ambulantes con variedad de instrumentos. En una plaza mayor cuadrada hay una fiesta de la cerveza. En su centro han instalado mesas corridas y escabeles de igual guisa. En una de las calles laterales, una camioneta cisterna aparcada y aculada a la plaza transporta la ambrosía de los dioses, la cerveza. Esta se descarga por unas gomas en varias cubetas colocadas en una especie de mostrador y desde aquí se llenan jarras de dos litros. Al lado, en la parte baja de una casa, se preparan salchichas, de forma que dos filas se dirigen allí: una a recoger las salchichas y otra a los descomunales servicios que allí están instalados. En el otro lado de la plaza, una orquestina toca canciones aburridas de la zona y unos centenares de personas, vestidos de tiroleses, acuciados por una sed homérica beben, comen y ríen entre cantos atávicos.

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