«La multa la pago yo», decía alguien del público al llegar los censores
Durante los largos años de dictadura, el Molino era un pequeño reducto de libertad. Sin embargo, como espectáculo público, no era inmune a la censura, que ponía su ojo opresor en el vestuario de las chicas y en las letras de las canciones, a veces demasiado subidas de tono para la moral que imperaba en la España del nacionalcatolicismo.
Pero era una tradición en el local, que desde sus inicios contribuyó a la libertad sexual de España. Fuera tabúes era la consigna.
El franquismo quebró esa tendencia. Pasados los años, Merche Mar se ríe de aquella siniestra época. «Franco acabó con todo lo rojo», afirma. «Bueno, matiza, con todo no. Dejó una luz roja en el local que anunciaba cada vez que venían los de la censura».
«Con aquel cuerpo no me ponía estas plumas», asegura. Y relata cómo burlaban la temida censura. No era con significados ocultos, como se hacía en el cine, era de una forma mucho más peregrina: pagando a tocateja.
«Cuando venían los censores, aparecía alguien del público y decía: yo pago la multa», explica Mar.
«Así podíamos enseñar alguna cosita», concluye. Por algo aquel establecimiento era conocido como el Reino de los higos.