Crónica sobre león en el 'Diario de barcelona' (1963)
ESTUVE en la ciudad de León hace poco, ya que un puñado de amigos tuvo a bien llevarme para inaugurar el Primer Salón de Otoño de artistas leoneses con una conferencia sobre pintura vieja, pintura nueva y pintura de todo tiempo. Y por cierto que aproveché bien las catorce horas pasadas en la ciudad, desde una llegada de amanecida heladora hasta una apresurada cena, tras la conferencia, no presidida por temas artísticos, sino por la turbadora noticia del asesinato de Kennedy, caída como una bomba en cuanto cesaron los aplausos de los excelentes leoneses. Noticias de este linaje son para recordar bien el día en que se recibieron, y yo asociaré ya, para siempre, este magnicidio con una conferencia en León.
Con una conferencia y con muchas andanzas previas, pues pocas cosas me enamoran más que llegar a una ciudad todavía dormida -"una ciudad que no sea la mía y cotidiana-" y verla despertarse, con los primeros curas y devotas, con los primeros chiquillos que acuden al colegio, con el primer abrirse de comercios y oficinas. Pian pianito, sin apresurarme, dirijo mi primer visita a la Catedral, la Pulchra Leonina, blanca, hermosa, pero siempre con andamios. No sé si he visto alguna vez esta beldad de piedra desprovista de ellos. La saludo por fuera y por dentro, compruebo que todo está en orden, que esos andamios no son motivo de alarma, que la maravilla leonesa está sana, eterna, lúcida. No hay nadie en la Catedral, porque los turistas de oficio obedecen a muy otros horarios, ignorantes de que es a esta hora cuando hay que ver los monumentos, si es que efectivamente deseamos comprenderlos. Salgo, sigo un rato la muralla, continúo el camino menos derecho, llego -ya del todo despierta la antigua corte de los reyes de León, ya todo el mundo trajinando- hasta la basílica de San Isidoro, menos lograda que la Catedral en cuanto a estética, pero mucho más entrañable. ¡Queridas piedras románicas, de donde quiera seáis, y cuánto mensaje en vuestro escuadrado y en vuestras tallas! Entro en San Isidoro, miro y remiro. Vuelvo a salir. Por otra puerta menor paso al Panteón de Reyes.
Tenía yo la aprensión de que la última vez que vi sus pinturas románicas estaban más descoloridas que en el viaje anteúltimo. Nada, aprensiones de enamorado. Siguen tan firmes de trazo, tan perfectas, tan íntegras -ésta es para mí especial condición de estimativa-, tan románicas. Pero, además, en la basílica de San Isidoro, una novedad. Novedad para mí, que hacía no sé si tres años que no visitaba la ciudad: Su museo, el Museo de San Isidoro de León, está abierto al público. Y ¿cómo no acordarme de la primera visita a sus piezas maestras, después de rogar muchísimo a un sacerdote malhumorado y que hacía grandísimo favor con dar vueltas a una llave en un cerrojo? Ahora es la mecánica muy diferente, y podemos mirar y remirar el precioso museíto, sin que nos urjan ni atropellen el tiempo, absolutamente a placer. Ahora, sólo ahora -"aunque ya sé que es novedad relativa-", he visto a mi antojo el Museo de San Isidoro de León.
Ahora he visto bien el precioso cáliz de Urraca, el de ónice, oro y plata, pequeño alarde de orfebrería del siglo XI, que no me cansaba de mirar. Ahora, el ara de San Isidoro, tan curiosa de traza y tan venerable. Y la suntuosa arqueta de esmaltes de Limoges, excepcional en tamaño, en perfección técnica y en evidencia estilística de ese preclaro centro francés. Y el cáliz gótico, y la llamada Cruz del Milagro, el portapaz, el relicario, la cruz procesional que tenemos por de Enrique de Arfe. Telas y bordados, interesante sobre manera el pendón que dicen de Fernando el Santo. La arqueta de marfiles llamada de las Bienaventuranzas, insigne en la eboraria románica. La imponderable arqueta de las reliquias de San Isidoro, cuidadosamente presentada para que se vea bien su precioso forro de tela musulmana. Hasta 1932 pocos la habían visto, y ese año la estudió y reprodujo el maestro Gómez Moreno en trabajo ejemplar, pero ahora es patrimonio de todos, y todos podemos quedarnos absortos -"no hay otro modo de mirar semejante pieza-" ante sus repujados, sobre todo al pasmoso de la Creación del Primer Hombre. Y los libros miniados... La llamada Biblia Segunda, de 1162, de la que reproduzco aquí una página, el Breviario de 1187, las Morales de San Gregorio, el San Agustín del siglo XV, el Breviario del XIV...
No, no voy a hacer aquí un catálogo taquigráfico de los fondos. Pudiera ser hecho, porque son pocos, pero de altísima categoría, y en general, muy conectados con el viejo prestigio de la Colegiata de San Isidoro de León. Lo que sí deseo hacer es informar de que todo un apretado tesoro, por muchos años cerrado y ocultísimo, está ahora abierto a toda inteligente atención. El museíto es una sala, y no grande, pero verdaderamente excelsa en calidad. Acaso una noticia perdida entre otras muchas de un diario avisó de su apertura. Ni yo la recuerdo ni la recordarán muchos. Yo acudo a ello, conminando a todo viajero a que, si le queda a mano León, no deje de acercarse a esta suma de primores.
Y, ahora, otra noticia leonesa. En el propio San Isidoro están desbaratando, con muy buena razón, el paño de claustro que se adosa al Panteón Real, empresa que da por resultado la aparición de columnas y capiteles románicos cegados hace siglos. No sé hasta dónde llegarán los descubrimientos, pero sí que los ya efectuados son motivo de alegría.
En fin, no quise pasar catorce horas leonesas sin daros buena cuenta de mis andanzas de curioso y de la novedad de estar abierto un museo de piezas extremadamente excepcionales, peregrinas, inolvidables.