La leproseríaque se hizo pueblo
Los habitantes del hospital Sommer de Buenos Aires viven aislados de la ciudad y del tiempo
Unas 800 personas viven en un antiguo leprosario situado a las afueras de Buenos Aires donde los residentes fueron sometidos al más brutal aislamiento y en el que hoy conviven como si fuera una especie de pueblo atrapado en el tiempo.
Casi comparable con la película El show de Truman, en la que el actor Jim Carrey vivía en un mundo paralelo al real, los pobladores del hospital Sommer, conocido como el «leprosario», permanecen con sus familias en este «barrio» lejos de cualquier urbe «porque es difícil que afuera puedan armar su vida y conseguir un trabajo» después de muchos años, explica el director del centro, Omar Moyano.
Los internos, en su mayoría curados de la lepra o con un cuadro residual, ahora pueden «irse cuando quieran», pero muchos optan por quedarse en el hospital, cuyo predio está compuesto por un edificio principal, varios pabellones con residentes, cuatro barrios de pequeñas casas y hasta dos escuelas, un teatro, una iglesia, un cementerio y un almacén.
Muchos de los internos llegaron décadas atrás al centro, actualmente el único especializado en lepra de Argentina, después de ser separados de sus familias, a veces «en forma compulsiva», para recibir tratamiento contra esta enfermedad, relata el auditor del centro asistencial, Santiago Lipovetzky.
«La persona que venía acá no podía salir. Había un alambrado que dividía la parte enferma de la sana, donde estaban los enfermeros y monjas que manejaban el lugar», recuerda Jorge Humberto García, quien vive desde hace 41 años en el hospital, en la localidad bonaerense de General Rodríguez, donde finaliza la carretera 24 y la vida parece más lenta.
Sólo los más osados se animaban a escapar a veces por un agujero en la alambrada pero volvían porque no tenían dónde ir, señala el paraguayo Oscar Olmedo, otro de los residentes, mientras juega a las cartas con un grupo de internos en la peña del hospital.
La crueldad del régimen se hacía más palpable cuando una pareja de internos tenía un hijo: le sustraían al bebé y lo llevaban a una colonia del conurbano bonaerense.
«Acá hubo gente que conoció a los hijos 25 años después», lamenta el director del hospital, un centro que en 1983 cambió de paradigma e ingresó al sistema «abierto» tras 42 años de funcionar como una suerte de «campo de concentración».
Antonio Cárdenas, de 74 años, viudo, es uno de los internos que fue separado de su hija, Ramona, cuando ella apenas tenía horas de vida.
«Casi no esperaron a que mi mujer tuviera a la nena para llevarla al hogar. Ahí estuvo hasta los 14 años, y después la mandamos a la provincia de Mendoza, a la casa de mi hermana. Luego se fue a vivir a Chile, donde se casó y tuvo un hijo», relata Cárdenas, interno desde hace 52 años.
270 pacientes podrían irse
Actualmente, sólo hay siete pacientes internados con lepra en el hospital mientras otros 270 tienen un cuadro residual de la enfermedad, que detectada a tiempo tiene un tratamiento efectivo que impide el contagio.
En varios de los internos, el mal logró avanzar décadas atrás causando lesiones en los nervios y en la piel, y dejando su rastro en el cuerpo, principalmente en las extremidades.
Los residentes reciben en la actualidad un subsidio de 627 pesos (157 dólares), obtienen los alimentos, los servicios de las viviendas y, a cambio, algunos hacen trabajos de enfermería o lavandería para el hospital, indica Moyano, en el cargo de director desde el 2004.
«Nunca pensé en ir a vivir afuera, creo que el hospital me pertenece un poco, ya tengo mi vida armada acá», cuenta Eloy Juárez, presidente de la Asociación de Internos del hospital, quien llegó hace 31 años al lugar tras haber estado internado en una leprosería de la provincia de Córdoba, donde asegura que lo enfermeros sólo lo tocaban «con guantes».
Una de las grandes preocupaciones de las autoridades son ahora los jóvenes, porque «una vez derribados los muros, ingresaron los riesgos de cualquier sociedad, sumado a que aquí viven como en un mundo paralelo», advierte el auditor del hospital, donde se crearon talleres de apicultura, carpintería e informática para promover una salida laboral.
«Los chicos -”manifiesta Cárdenas-” no tienen obligaciones acá y es complicado, porque después la vida se les viene encima».