Las carnestolendas en el calendario cristiano
Permisividad controlada para desquitarse ante la dureza cuaresmal
Desde el miércoles de Ceniza, día en que arranca la Cuaresma, hasta la víspera de la Pascua de Resurrección, son cuarenta los días que la Iglesia Católica contabiliza como cuaresmales -”exceptuando los seis domingos-”, con una carga penitencial de gran severidad, que el pueblo a duras penas pudo soportar, dando lugar a componendas tan fuera de tono, y tan interesadas, como la bula que redimía por dinero de la mayor parte del cumplimiento de ayunos y abstinencias. Hoy, la liberación religiosa, unida a la creciente desacralización de la sociedad y al convencimiento general de que los grandes gestos convivenciales deben decantarse por la ayuda al prójimo -”verdadero principio cristiano-” han terminado con el anacrónico escaparate cuaresmal que sobrecogió a nuestros abuelos.
Queremos puntualizar, respecto a la exclusión de los domingos en el cómputo penitencial de la Cuaresma, el hecho de que esta decisión se remonta nada menos que al siglo VI, concretamente al Concilio II de Braga (año 572) y al conjunto de cánones conocido como «Capítula Martíni», promulgados por San Martín de Braga, el gran apóstol de la Iglesia del reino Suevo, que en su capítulo 57, decía textualmente: «Está prohibido ayunar en domingo».
El pueblo quiere fiesta
En una religión fundamentalmente penitencial, la Cuaresma cobra una dimensión que «ponía los pelos de punta» al más optimista. Los largos y aburridos 46 días que mediaban entre el Miércoles de Ceniza y el Sábado de Gloria, agravados por la larga serie de ayunos y abstinencias, forzaron al pueblo a montar la más descomunal y desenfrenada fiesta pagana de los tiempos cristianos: el carnaval o carnestolendas, que según su propia etimología indica, anunciaba la retirada de carnes en la dieta y en los torcidos pensamientos de los atribulados penitentes.
Pero por aquello de que «el que hace la Ley, hace la trampa», el común de cristianos afligidos por tan largo período de tétricos «Vía Crucis», acongojantes Misiones y recomendadas disciplinas, procuraba desquitarse por anticipado de la negra perspectiva cuaresmal poniendo todo el énfasis festero en los días precedentes. Y bajo e lema de «en Carnaval todo pasa», la juventud -”y muchos «carrozones» enmascarados-” se aprovechaban de lo lindo de la permisividad que reinaba en el ambiente, hasta que la llamada al orden, del día de Ceniza, les recordaban que «polvo eran...», aunque todos se consolaban con la manida frase de «que me quiten la bailao»
En la provincia, con claras diferencias entre Montaña, Ribera y Páramos, proliferan figuras grotescas asociadas al carnaval. Zancarrones, guirrios, toros bípedos saltarines y mil mascarones indeterminados, se encargaron de tirar ceniza al prójimo, entiznar hasta el alma al personal y propinarse mutuamente los «cacharrones» -”que consistían en unos buenos azotes en el culo, que mozos y mozas intercambiaban con un morbo incontenido-”. Mientras, en la capital, al amparo de sociedades clasistas en las que sólo cabían distinguidas familias, se renovaba la fantasía simbólica del drama entre Arlequín, Pierrot y Colombina, donde el primero vivía el amargo «menage a trois» que la frívola coquetería de su esposa le imponía.