LAOS
Como un mono por ecología
viajes
Absténganse quienes padezcan vértigo. Las cabañas están situadas a unos 40 metros de altura sobre el suelo, mientras los cables miden hasta 700 metros de largo y por ellos se viaja a una velocidad media de 80 kilómetros por hora. Por si eso no fuera suficiente, la única sujeción del arnés es una simple polea de acero con un trozo de neumático de bicicleta para frenar.
«Es sencillamente alucinante, como volar», asegura Nathan, un mochilero estadounidense que apoya sus piernas en un tronco para propulsarse e ir aún más rápido en la tirolina, cuyo final impide ver la densa bruma de la mañana.
Tras una breve charla sobre las normas básicas de seguridad, los huéspedes de esta zona del norte de Laos disponen de total libertad para deslizarse una y otra vez por los cables hasta que oscurece, pues sólo está prohibido lanzarse de noche.
Pero el zipping sólo es parte de la Gibbon Experience, así llamada porque está inspirada en el gibón de cresta negra (hylobates pileatus).
Este diminuto y escurridizo primate también se encuentra en Vietnam y el sur de China, y se creía ya extinguido en la región a principios de la pasada década, precisamente cuando llegó a la provincia de Bokeo el científico francés Jeff Reumaux, fundador de la organización no gubernamental Societé Animo.
Reumaux tardó un lustro en conseguir el dinero suficiente para construir las casas en los árboles con baños y agua corriente y la red de tirolinas que los une.
Tampoco le resultó fácil convencer a las autoridades laosianas para que declararan como reserva natural más de 123.000 hectáreas de bosque por el que entonces pululaban furtivos de la tribu hmong que capturaban elefantes, macacos, osos y tigres.
Esos mismos cazadores se han reciclado en guardas forestales y guías que mantienen a sus familias sin dañar el ecosistema.
«Hace algunos años, apenas podía alimentar a mi mujer e hijos con lo que ganaba con la caza, pero hoy vivimos mucho mejor sin tener que matar ningún animal», señala en un precario inglés Vong, a quien le bastan unas simples chanclas de goma para moverse por una selva que conoce como la palma de su mano. En la reserva viven actualmente unos 400 gibones, el gran reclamo del proyecto y cuyos cantos se pueden escuchar al amanecer, aunque hay que tener mucha suerte para avistarlos a la distancia desde las cabañas.
Caminatas de cuatro horas
«No he visto ninguno, pero no pasa nada. Para mí, la experiencia no es contemplarles sino vivir como ellos», comenta Lotte, otra excursionista a la que no le importó caminar durante más de cuatro horas y sufrir picaduras de insectos y sanguijuelas para llegar a las casas en los árboles.
La dureza del trayecto aleja al turismo de masas, que prefiere ver a los gibones de manera más cómoda en zoológicos o espacios más acotados y de fácil acceso en la vecina Tailandia, algo que no parece importarle lo más mínimo a Reumaux, reacio a una promoción comercial de su proyecto.
El francés explica que su objetivo no es convertirse en una mera atracción turística, sino plantear a los habitantes un modo alternativa a seguir explotando la naturaleza y talando la madera sin control.
«Queremos demostrarles que conservar esta selva es mejor que destruirla. Eso quizás sea obvio para nosotros, pero para poder persuadirles tenemos que hacerles ver que pueden vivir mejor así», indica el galo.
Para cumplir esa meta, parte del dinero recaudado por el ecoturismo se invierte en modernos sistemas de irrigación para arrozales y otros cultivos, con los que se alimentan unas familias que ya no tienen que quemar parte de la selva para hacer hueco a sus cosechas, como otros campesinos laosianos.
«Es caro, pero simple y eficaz, y constata que preservar los bosques no tiene por qué ser un asunto de los políticos», indica Reumaux.