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León

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Hablando de la irrazonable expedición de España en México en apoyo de la candidatura imperial allí de Maximiliano, el general Prim -”que la saboteó perspicazmente-” dijo que «la fuerza no nos dará la razón que no tenemos». Y la intervención de las democracias en Libia se enfrenta también a un dilema: el deber de proteger a la población civil inerme frente a un poder despótico (la razón) está claramente avalada por las Naciones Unidas, pero la acción militar en curso (la fuerza) debe ser autocontrolada porque su eventual éxito podría arruinar la operación.

Lo sucedido el jueves, solo horas después de que la Otan hubiera asumido en exclusiva la dirección de las operaciones, su secretario general, el danés Anders Rasmussen, dijo con una claridad inusual que la organización está aplicando la resolución 1973 de la ONU, aprobada para proteger al pueblo libio, no para armarlo. Se opuso, pues, a la posibilidad, en auge en los dos días previos, de que Washington y Londres pudieran entregar armas a la rebelión, políticamente indefinida y en vías de clarificación después de que la Inteligencia USA creyera advertir en sus filas algo así como parpadeos, tenues destellos-¦ de Al-Qaida u otras expresiones islamistas. Cuando los observadores se ocupaban del turbador descubrimiento, se filtró adecuadamente que los Estados Unidos sopesaban la posibilidad de armar a los insurgentes, en apuros sobre el terreno frente al contraataque de las fuerzas de Gadafi. Pero no es muy fácil y equivaldría a tomar parte en una guerra civil en apoyo de un bando, posibilidad tampoco cubierta por la resolución. Una fórmula intermedia -”mercenarios occidentales, buenos, para entendernos-” es del todo indeseable y agentes especiales de la CIA y del SAS británico ya están sobre el terreno, pero su trabajo parece ser más bien político: identificar la dirección rebelde y ayudar a la creación de un embrión de autoridad.