El vuelo de Gagarin
108 minutos que cambiaron el mundo
Eran las 09.57 hora de Moscú del 12 de abril de 1961 cuando los propulsores de la nave «Vostok-1» se pusieron en marcha y Gagarin exclamó: «¡Poyéjali!», su «Allá vamos» que inició la conquista del espacio
Aquel día comenzó muy temprano en la localidad de Tiuratam, perdida en medio de las inmensas estepas sin saber aún que era el Cosmódromo de Baikonur. Algunos, como Serguéi Koroliev, cuyo nombre era secreto de Estado y a quien llamaban El Diseñador, ni siquiera habían dormido. Sólo Gagarin parecía haber descansado aquella noche; durmió sobre una cama metálica en una pequeña casita blanca de adobe.
Los sensores que llevaba sobre su cuerpo confirmaban la tranquilidad que emanaba: 115/60 de presión arterial, 64 pulsaciones por minuto y 36,8 de temperatura corporal. Tras desayunar -"dos tubos de 160 gramos, uno con puré de carne y el otro, con salsa de chocolate-", salió con el atuendo con el que entraría en la historia: un mono color naranja y un casco blanco con cuatro letras en rojo: CCCP (URSS). A pocos kilómetros, sobre la Rampa Nº1 se alzaba el cohete 8K72K, una variante modificada del primer misil balístico intercontinental, el Semiorka, o SS-6.
Cerca de las siete de la mañana, un autobús llevó a Gagarin a la Rampa Nº1. Allí, subió a la punta misma del cohete, donde bajo una cofia protectora se encuentra la nave Vostok 1, una pequeña esfera en la que deberá pasar tendido unas cuatro horas. Nadie sabía aún como se comportaría en el espacio el hombre y su cerebro, por lo que el vuelo está programado en régimen automático. Pero Gagarin conoce las claves para tomar el mando de la nave en caso de emergencia: «1-2-5».
Durante las dos horas que dura la carga de combustible y las últimas pruebas de los equipos, Gagarin se dedica a cantar y silbar todo el repertorio de canciones que conoce. Por fin, a las 09.07, la nave empieza a temblar: los cinco motores en la base del cohete hacen ignición y de las toberas aparecen unas cegadoras llamaradas de color naranja. «¡Lanzamiento! ¡Buen viaje!», exclama Koroliov.
Gagarin siente una sacudida, el estruendoso rugir de los motores a plena potencia y un violento tirón que lo aplasta contra su butaca. Dos minutos después se separan los cuatro propulsores externos formando una cruz en el cielo y medio minuto más tarde el aire se vuelve tan tenue que la cofia protectora deja de ser necesaria y Gagarin puede al fin contemplar el exterior. A medida que ascendía, la curva del horizonte terrestre se hacía más y más evidente sobre el fondo de un cielo negro. Los sensores médicos conectados a su cuerpo no presentan ninguna anomalía significativa. Su voz confirma que se siente bien, y muy contento.
Once minutos después del despegue se apagó el motor RD-0109 de la tercera etapa y la Vostok 1 se separó del cohete. Ya no necesita propulsión, la nave se desplaza a 28.000 kilómetros por hora, la «primera velocidad cósmica». Un ser humano estaba en el espacio.
«Veo la superficie terrestre a través de la ventanilla. El cielo es negro. Y rodeando la Tierra, rodeando el horizonte hay una aureola azul muy bonita que se oscurece a medida que se aleja de la superficie», decía Gagarin.
Un cuarto de hora después del despegue empieza a oscurecer rápidamente. Gagarin vive el día y la noche más cortos vividos por un ser humano jamás: 108 minutos para dar la vuelta a la Tierra. Poco antes de las diez de la mañana las radios anuncian que en breve será transmitido un comunicado especial, provocando miedo en parte de la población que aún recuerda que así ocurrió hace 20 años, cuando comenzó la guerra con Alemania. «¡Atención! Funcionan todas las emisoras de la Unión Soviética...». Multitudes de soviéticos se lanzaron a las calles para celebrar la mayor conquista en la historia de su país.
Rita y su mamá no habían oído la radio. Caminaban por un campo junto al Volga en busca de su vaca cuando la niña alzó la mano hacia el cielo azul.
«¡Mira, mamá! ¡Alguien baja del cielo!», gritó la niña, indicando el paracaídas del que colgaba alguien vestido de naranja. Cuando el paracaidista se dirigió hacia ellas, la madre agarró a Rita y ambas retrocedieron unos pasos. «¡No tengáis miedo! ¡Soy soviético, como vosotras! ¡Vengo del espacio y tengo que encontrar un teléfono para llamar a Moscú!»
Más tarde Rita volvería a ver una y mil veces a aquel joven bajito y risueño del mono naranja, que salió en la tele, en los periódicos y en las revistas de todo el mundo. Años después comprendería que fue testigo del nacimiento de la era espacial.