Ramiro núñez de guzmán
Historias de un comunero leonés
Existe un empeño secular para restar relevancia hacia el protagonismo leonés en la empresa comunera
Ayer, 23 de abril, coincidiendo con la festividad del Sábado Santo, se celebraba el 490 aniversario del día en que las Comunidades Castellanas y Leonesas eran derrotadas en Villalar 'más tarde de «Los Comuneros»', por las tropas del Emperador.
Este suceso, y el empeño secular de restar protagonismo leonés a la empresa comunera, dan pie a este cronista para reivindicar el reconocimiento de la decidida y comprometida actuación que distinguió a gran parte de nuestros paisanos en la lucha contra las arbitrariedades absolutistas de un Carlos que siempre reinó, más como Quinto, que como Primero.
El clima político-social de León en el siglo XVI, apuntaba desde sus comienzos a un enfrentamiento entre las dos familias más poderosas de la época: los Guzmanes y los Quiñones, cuyos linajes se perdían en los albores de la Reconquista. La Iglesia, desde una sólida posición de administradora de haciendas y conciencias, arbitraba la situación arrimando el ascua a su sardina, y alcanzaba las cotas más altas de poderío respaldada por la posesión de un provocativo patrimonio que llegó a sobrepasar el cincuenta por ciento de la propiedad privada leonesa.
Una buena parte de las gentes que componían el León activo, cuyas inquietudes corrían paralelas con los deseos de una mejor distribución de los bienes, iniciaron un movimiento anti imperialista al sospechar que la rapiña de los flamencos que acompañaban y asesoraban al Emperador, tenían los ojos puestos en el patrimonio eclesiástico, así como en el aumento desproporcionado de contribuciones y alcabalas que exprimían aún más los mermados recursos de la clase menos favorecida.
Esta situación, y la reacción popular ante las noticias que se iban propagando desde otras latitudes que sufrían ya el acoso económico de los realistas, dio origen a una serie de alianzas que en cierta manera se contradecían con una línea tradicional. Por eso, unidos ante el enemigo común, se pudo ver a cierto sector de la nobleza, de los artesanos, de las Hermandades de labradores, y hasta del mismísimo Cabildo catedralicio.
Los comuneros leoneses
Los grupos que se fueron formando -un tanto heterogéneos de partida-, pronto se unificaron bajo la misma bandera, la que defendía a capa y espada el noble leonés, don Ramiro Núñez de Guzmán, señor del Condado del Porma, y de la villa de Toral, caballero hidalgo casado con doña María Juana de Quiñones, tía carnal, precisamente, de uno de sus más destacados enemigos: el tercer Conde de Luna.
Así las cosas, y después de haber vencido en ciertas escaramuzas guerreras al conde de Luna en agosto de 1520, Ramiro consigue que los leoneses se declaren comuneros comprometidos, a excepción del Alcaide de las Torres. No obstante, nuestro conde, con gran sentido de la estrategia unificadora, que va calando en el movimiento revolucionario del reino, celebra una reunión con todos sus leales a fin de negociar la integración leonesa en la Santa Junta de Ávila, para poner sus hombres y sus armas al mando supremo de Juan de Padilla.
Tanto los regidores como los nobles, secundados por los clérigos y pueblo llano, acogieron con entusiasmo la propuesta del jefe de los comuneros leoneses, y en aquella misma sesión se nombraron Procuradores a la Santa Junta: al Maestro Fray Pablo de Villegas, Prior del Monasterio de Santo Domingo, al Canónigo Juan de Benavente y a don Antonio de Quiñones, que salieron inmediatamente para Ávila con el fin de dar a conocer su integración, además de ratificar la alianza y la hermandad que de antiguo tenía pactadas con los vallisoletanos.
Dos meses después de estos hechos, y trasladada la Santa Junta a Tordesillas, don Antonio de Quiñones, desde esta ciudad, escribe al de Guzmán pidiéndole con urgencia, con destino al ejército de Padilla «cuantos caballos, armas y dineros pudieran reunir en la ciudad de León». Esta orden fue cumplida con toda celeridad, y en los primeros días de noviembre, los propios criados del de Quiñones, salían del palacio de los Guzmanes bien pertrechados de cuantos auxilios habían sido solicitados. Bien es verdad que nunca pensaron en la posibilidad de un ataque por parte de las facciones disidentes con su causa; pero no supieron valorar las repetidas amenazas e incursiones del atípico canónigo Diego de Valderas, personaje casi de leyenda, exclaustrado, revoltoso, intrigante y pendenciero, que con una partida de individuos afines a su idea, y apoyado siempre por el Conde de Luna, atacaron por la espalda al convoy comunero, no dejándole pasar siquiera por el Punte del Castro, pues antes de cruzar hacia el barrio judío, dieron buena cuenta de los hombres y requisaron cuanto llevaban. Y así, entre enfrentamientos, conspiraciones y alianzas, muy propias de la época, se fueron definiendo las posturas de cada bando, hasta llegar a la gran confrontación de Villalar, que terminó con la derrota de los comuneros, que la Historia califica de un claro abuso de poder ejercido a favor del imperialismo absolutista, que aplastó las justas reivindicaciones de un pueblo oprimido por su propio Emperador y por una Corte eminentemente extranjera.
Don Ramiro, derrotado y perseguido, tuvo que huir a Portugal en compañía de su hijo Gonzalo, mientras que su brava esposa defendía el patrimonio ganancial de la requisa y destrucción, inspirada por su sobrino, el Conde de Luna, que el Emperador Carlos había encomendado al Regidor Ledesma. El pueblo de León, que tenía en mucha estima a los Guzmanes, se opuso en todo momento a que se ejecutasen las órdenes reales, impidiendo el saqueo de los bienes de don Ramiro.
La severa justicia de los imperialistas condenó el 28 de octubre de 1522 a 33 comuneros leoneses, quince de los cuales fueron desterrados, mientras que la pena de muerte -a muchos en rebeldía- se les impuso a 18, entre los cuales se encontraban, don Ramiro y sus hijos Álvaro, Diego, Juan y Gonzalo.
Muerto el Emperador, el 21 de septiembre de 1558, y vueltas las aguas a los cauces naturales, don Juan, hijo del comunero, y obispo de Calahorra, ordenó el derribo del antiguo palacio de sus mayores para construir el que actualmente ocupa la Diputación Provincial, pero que para los leoneses siempre será El Palacio de los Guzmanes.