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León

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El brutal empuje sarraceno que la ciudad de León sufrió bajo las hordas del caudillo árabe, Almanzor, en el año 997, y el no menos brutal asalto que su hijo Abdelmelik repitió en el año 1003 como desagravio a la derrota sufrida por su padre en Catalañazor, dejaron «temblando» a los leoneses de entonces y a las venerables piedras de sus monumentos más notables, como lo era la catedral existente entonces.

Quizá quien mejor puede reflejar el paso de la primera catedral a la segunda sea don Matías Laviña, insigne arquitecto y académico que inició las operaciones de restauración de nuestra actual catedral en 1859, consolidando la cimentación y descubriendo los basamentos de los tiempos anteriores. En su detallado estudio, publicado en 1876, dejó reseñados algunos apuntes tan sabrosos como el que dice: «La suma pobreza a que había llegado la iglesia primera, a pesar de las cuantiosas donaciones que en diferentes épocas la habían hecho los reyes y los prelados, y este forzado abandono debió producir los más desastrosos efectos en su fábrica, porque al tomar posesión de esta silla episcopal el insigne Pelayo II (1065) ofrecía este templo la más dolorosa perspectiva. Pero este digno prelado destinó todos sus bienes y los recursos que le facilitaron las personas piadosas a su reparación, logrando conjurar la ruina de que estaba amenazado. Puso nuevos altares con la misma advocación que tenían los antiguos, colocando en la nave del medio el dedicado al Salvador y a todos los apóstoles, el de la Virgen, patrona de la iglesia, en una de las laterales, y en la otra el de San Juan bautista y San Cipriano. El interés que a todos inspiraba esta antigua basílica y el inmenso placer con que habían visto su restauración, se manifestó bien claramente en la inusitada pompa con que se celebró la consagración de los altares (10 de noviembre de 1073) pues asistieron a este religioso acto el rey Alfonso VI, su hermana doña Urraca y doña Elvira, ocho obispos y crecido número de abades».