| emilio gancedo
antes se mataba más
«callos, patas, casquería, pimentón y tripas». esa fue la retahíla que durante medio siglo entonó el hijo de froilán, uno de los tripicalleros más típicos de león
En un delicioso artículo gastronómico de hace ya un par de décadas, el escritor Juan Pedro Aparicio denominaba a León «el país de los comedores de vísceras», y a la vista de lo mucho que siguen gustando aquí cosas que en otras latitudes producirían un incomprensible rechazo o la misma náusea, como las asadurillas, los higadillos, las mollejas, los callos, o la sangre cocida, bien picadina, con su cebolla y su pimiento, no parece nombre del todo desajustado para los pobladores de esta banda del Noroeste. A lo mejor tampoco hemos cambiado tanto en lo que se refiere a vezos alimenticios, y la prueba la tiene uno entrando en una de las más típicas tripicallerías de León y comprobando el trasiego incesante de vecinos en busca de callos, morros, tripería y los adminículos necesarios para la liturgia cazurra de la matanza, esto es, buen pimentón de La Vera, cordelería, adobos, especias, y algunas cosas más.
Ahora ya jubilado, Cristóbal Blanco, curtido enlace entre su padre Froilán, fundador del negocio, y su hijo Cristóbal, regente del mismo, resume sus muchos días con la macheta sobre el tajo diciendo sencillamente que fueron «de pasar muchas calamidades y mucho frío». Nacido en la Nochebuena de 1933 en Montejos del Camino, hasta los 10 años su labores fueron las de «echar las vacas a los praos» («teníamos unos líos con los de Ferral, por las fincas... no nos pegábamos pero casi», recuerda) y venir a León con el padre a vender algunas de ellas. Luego su padre y hermanos colocaron puesto, hace más de 40 años, en la Plaza de Abastos, y luego plantaron sus reales en el rincón de Azabacherías que sería definitivo, donde antes se encontraba una mercería.
18 meses de ‘mili’ después, que la sufrió en Tetuán y Larache, se quedó con el negocio al encontrar su hermano colocación y acomodo en Madrid. Fueron años de no parar un momento: «Aparte de la tienda, íbamos a vender por los pueblos con una furgoneta los jueves y los domingos, desde aquí más o menos hasta Ardón, toda esa parte». Compraban la carne y luego la preparaban en la tienda (allí abrían las patas con la macheta, raspaban los callos, extraían la lengua). «Al principio vivíamos en la calle que decían de La Raposa, que ahora se llama Santo Tirso, y de aquella pasaban regueros por allí y estaba toda mojada. «¡Yo de la tienda iba a casa en botas de goma!», rememora. El caso es que este tipo de establecimientos, con su olor a pimentón y sus hermosos muestrarios de tripas, redondas o alargadas como flexibles globos, decaen «porque ya no se mata como antes», explica Cristóbal. «Hace 20 ó 30 años había 40 fábricas de embutidos en León, hoy hay más de 70, la gente ya no prepara los chorizos y las morcillas en casa, ¡solo por no hacerlos! y se compra todo». «Aunque todavía queda bastante gente que sigue con lo del ». Eso, y los muchos callos que venden para particulares y para las tapas de los bares cercanos, salva el asunto.
Unos extranjeros curiosos entran y se topan con las tripas colgadas. Huyen como quien hubiera visto a Jack .