Diario de León

antonio fernández álvarez

EN LA PLAZA DE TORRES DE OMAÑA RESISTE UN SUPERVIVIENTE DE OTRAS ÉPOCAS. EMBOSCADO en su tallerín, es capaz de arreglar veinte pares de zapatos al día

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León

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Hay todavía en la ciudad y tierra de León, para quien sepa buscar, estampas de otras décadas y de otros siglos incluso. Cada vez quedan menos, pero sobreviven con dignidad artesanos, talleres y profesiones, tan minuciosas como entregadas, ocultas entre la maraña de bancos, bares y franquicias, y que siguen cumpliendo sus utilísimas misiones de barrio. Ningún aprendiz aparece para recoger el testigo en esta época adicta a la oficina y al móvil, y debería pensárselo mejor la gente, porque a muchos de estos laboriosos orfebres jamás les han faltado los encargos.

Uno de ellos es Antonio Fernández Álvarez, quien no por hablar deja de repiquetear, coser, cortar, pegar, lustrar y embadurnar con betún zapatos y botas que quedan brillantes como patenas, un estajanovista de la remendonería que es capaz de arreglar entre quince y veinte zapatos al día «como mínimo». En su diminuto taller de la plaza Torres de Omaña (ahora ya el Nuevo Húmedo, a donde muchos leoneses han trasladado su secular trasiego de vinos y tapeos), recibe a su clientela fiel y por lo común satisfecha.

Antonio, que es de Villademor de la Vega, empezó hace 27 años junto a su suegro, el que en 1962 reconvirtió en zapatería un frecuentado kiosco. «Antes el tiempo era más barato, no se miraba tanto como ahora», reflexiona, en el sentido de que de chaval uno se ponía como pinche en los negocios, sin cobrar, el tiempo que hiciera falta. «Reparación, calzado a medida, teñidos, arreglos, cremalleras y cinturones» son las especialidades que heredó este riberano de la tienda de su suegro, a la que no cambió ni el nombre: Zapatería Del Río. «Los extranjeros me ven, se paran, entran y preguntan si pueden tomar fotos, les llama mucho la atención», dice sobre este taller suyo que tiene todo el aspecto de aquellas bajeras antiguas que tanto abundaban antaño en la ciudad, donde el artesano bruñía, serraba o encolaba a la misma puerta cuando hacía buen tiempo.

Antonio, con su aspecto durrutiesco, de revolucionario metalúrgico o de anarquista ferroviario, es en realidad paisano paciente, tranquilo, curiosín y de buen conformar. «Esto es constante, de estas suelas ha de salir todo: Hacienda, la casa, la comida... todo, así que no se puede parar». ¿Y no tiene usted ninguna queja, hombre? No sé yo, los impuestos, por ejemplo. «Qué más me va a dar quejarme, si me van a hacer pagar, si no antes, después». Y continúa repiqueteando, constante.

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