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Edificio restaurado por el Obispado de León en la calle Sierra Pambley, que lleva desde hace poco el nombre del Padre Llorente.

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León

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La vida del Padre Llorente fue un compromiso con su fe hasta el último día. Y así lo recuerda su hermano Amando, precisamente hablando de sus últimos días: «Llegó el ocaso. Fue rapidísimo: había tenido una salud fantástica, y tres meses antes de morir me llama: «Amando, quiero decirte que se acabó el Segundo Llorente en este mundo y empieza el del otro. Me han dicho que tengo cáncer, y he llamado al provincial para decirle que no quiero tener ningún tratamiento, pero quiero contar con él. El provincial me aprobó la decisión, así que no voy a seguir ningún tratamiento. No se te ocurra ponerte triste, porque llevo años que no sueño más que con ir al cielo. Me han dado la noticia más feliz de mi vida, y no quiero que me quiten ni un minuto de ese cielo al que estoy seguro de ir; no puedo dudarlo». Yo lo llamaba todas las semanas; y veía que cada semana la voz era más tenue, más difícil. Los jesuitas de la universidad Gonzaga lo trataron como a un rey; con las mejores atenciones que podía tener de cariño y dedicación: he visto americanos con lágrimas, diciendo: «Este gran hombre... Este hombre es un héroe y un santo».

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