LUIS MANUEL SEOANE
el CABALLERO del viejo león
Pasea su pulcra figura por las retuertas calles del Húmedo y el Cid junto a su fiel 'Guñi’: Una ronda diaria, hidalga, altiva, impecable. Un día más, todo en orden
Venera un añoso carnet sellado por el presidente de la Ligue Internationale de la Representation Commertiale que lo acredita como Agente Comercial de España. Dispone de una veintena de impolutos trajes incluido un flamante frac que luce con parsimonia galante en las tardes y las noches leonesas. Y cuenta con un compañero verdaderamente fiel que lo escolta por las callejas y lo aguarda, paciente, a la puerta de las tabernas. Es Luis Manuel Seoane Abad, figura solemne de los barrios Húmedo y Romántico, personaje agathachristiano que vela por la correcta graduación de los caldos y el punto de sazón de los pescados al horno. Con su aire detectivesco a la vieja usanza, un Jacques Clouseau de plaza y soportal, un Hércules Poirot de loden verde, saluda, reverencia, halaga, aconseja, despide, paladea, entrega una tapa como recompensa al socio y ayudante Guñi —su enorme e inseparable bouvier de Flandes—, que la engulle y le mira con ojos agradecidos que parecen saberlo todo... y continúa su ronda.
Luis Seoane nació en la capital de España y a veces añora el carácter abierto y cosmopolita de aquella ciudad («Carlos III, con la Puerta de Alcalá, dejó la puerta abierta para que a Madrid entrara quien quisiera», recita). En su juventud viajó por España y por varios países latinoamericanos, y hasta recorrió Europa a lomos de una Lambretta deportiva, 7.000 kilómetros de carretera bohemia. Representante al fin de una conocida firma de cerámicas castellonenses, tuvo que elegir destino entre León, Burgos y Zamora, y escogió la primera por mejor ubicación cara al Noroeste. Para él, la cabeza del viejo reino es «ciudad digna de ver, de estar y de visitar». Aquí abrió dos tiendas de cerámica: una en Trobajo del Cerecedo y más tarde otra en la plaza del Congreso Eucarístico. Suministró material para muchas piscinas y polideportivos de la provincia. Llegó a tener, afirma, chalet y un fueraborda Evinrude de 25 caballos con el que costeó, flequillo al viento, los litorales peninsulares.
Ahora, sencillamente, ama la urbe y pasea bajo sus faroles, reflexivo. A veces confiesa que León «no le ha tratado del todo bien», pero en fin, así es la vida, y continúa su ronda velando por la buena marcha de los brindis.
Adora la arquitectura de la ciudad, lo románico, lo gótico, pero deplora «la falta de espíritu emprendedor» de sus naturales. A lo largo de los 23 años que lleva residiendo junto a leoneses ha acabado por conocer a fondo todas las trastiendas, bodegas, tascas, figones y comederos de la muy tabernaria Legio, pero tiene cuatro que frecuenta con mayor asiduidad y confianza: el Camarote Madrid, el Correo, el Tizón y el Racimo de Oro. Allí lo tratan con la altura que pide y merece este aristócrata de corbata, lazo y pañuelo, este archiduque nostálgico y de gran corazón, amigo de los animales y de los camareros, distinguido y señorial centinela, caballero caminante en el viejo León.
Se alejan despacio los guardianes del Húmedo, recogidas ya sus armas. Puede dormir o trasnochar tranquilo el casco viejo: todo está en orden.