Diario de León

Álvaro Soto

Cuando no había dinero para enterrar a los muertos

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Álvaro Soto
León

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Reino Unido vive la crisis del euro en una paradoja. Los más sensatos perciben que el desastre que se abate sobre la moneda única puede también llevárselos a ellos por delante. No son miembros del euro, pero eso no les libra de las turbulencias financieras en el continente: el 40% de las exportaciones británicas acaba en la Europa de los 17 y una quiebra de la Unión representaría un drama también para las islas. Sin embargo, otra parte del Reino Unido, los nacionalistas, los euroescépticos y los periódicos sensacionalistas, está disfrutando de lo lindo con la crisis del euro. Felices por haber dicho ‘no’ a la moneda única, defienden que el país aproveche este momento para incluso salir de la UE, dada la incapacidad de los socios comunitarios para resolver sus problemas. De hecho, David Cameron ha encontrado una buena excusa con la que intentar explicar a sus ciudadanos por qué Reino Unido no remonta. «La economía británica esta yendo a peor conforme la crisis del euro no se resuelve», ha asegurado Cameron; una crisis que está causando un «efecto escalofriante» en su país. Algunos, como el primer ministro, se creen con autoridad moral para dar lecciones en esta época de rescates. Y sin embargo, estos días, pocos se están acordando en Europa, y menos en las islas británicas, de un hecho histórico del que se podrían sacar muchas lecciones: la humillación de 1976. Aquel año, Reino Unido, el país que aún se creía un imperio, tuvo que acudir al Fondo Monetario Internacional para pedir un crédito de 4.000 millones de dólares, el mayor solicitado nunca hasta entonces, porque, según contaban los periódicos de la época, no había dinero ni para recoger las basuras ni para enterrar a los muertos. Un muerto, el de acudir como un vulgar pedigüeño a la sede del FMI en Washington, que le cayó a un primer ministro que poco pudo hacer para evitar la tragedia. Las condiciones del FMI fueron las clásicas: políticas deflacionistas y recortes del gasto público que afectaron a la educación y a la sanidad. y las consecuencias sociales clásicas: manifestaciones, conflictividad, huelgas, un «invierno del descontento» que sembró en 1978-79 la semilla para un cambio de gobierno.

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