Diario de León

MATILDE llanos

La reina del sabor en Lillo

alcanza los 85 años y, aunque ayudada por dos hijas, sigue haciendo la comida en su restaurante. empezó con huevos fritos y tortillas y hoy, después de pasar muchos apuros, miles de montañeros, obreros y esquiadores saben de su talento

RAMIRO

RAMIRO

Publicado por
EMILIO GANCEDO
León

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Da igual la concurrencia, mucha o poca, noble o proletaria, natural o forastera: a los postres y aun antes, Matilde Llanos se pasea entre las mesas —pasitos cortos, voz baja, máxima educación— preguntando a todos y cada uno de los comensales si han quedado satisfechos, cómo estaban las alubias, ¿bien cocidas? y la carne guisada, y el arroz con leche, que es todo de casa. Uno agradece el sabor, sustancioso y contundente, pero más todavía el cariño y la cercanía de una cocinera que te coge del brazo como una madre atenta y te mira a los ojos complacida cuando lee en ellos la habitual y alegre saciedad que producen sus humeantes fuentes y cacerolas.

Con ese cuerpo menudo y esa mirada brillante y despierta, Matilde es la hormiguilla que no para en el veterano Madrid (bar, restaurante y pensión) de Puebla de Lillo: 85 años a sus espaldas curvadas por el trabajo incesante, pura supervivencia montisca hecha mujerina entrañable. Es sabido que en la Montaña Oriental leonesa hay un aire cariñoso, una ternura en los paisanos que es tan característica de estas colinas como lo son la casona de piedra, el cocido de arvejos o el corro de lucha, y en Matilde ese fondo entrañable se hace, en todo momento, gesto, palabra y recuerdo.

La matriarca del Madrid nació en Villaverde de la Cuerna, en la parte más alta y arriscada del cercano valle del Curueño. Su madre murió de parto cuando ella era una niña, perdiendo también a la hija que traía, y su padre la envió a Bilbao a vivir con unas tías casadas («no me llames tía, llámame mamá», le decía una. Y pensaba Matilde: «¡Ay, cómo voy a hacerle yo eso a mi mamina !»). Estuvo muy bien allí y lloraba amargamente cuando su padre fue a buscarla —siete años tenía— para traerla de nuevo a la Montaña. En Villaverde le esperaba mucho trabajo en una casa en la que su padre se había casado de nuevo para darle, además, varios hermanos nuevos (hacer la comida y las camas, limpiar, planchar, adecentar). Matilde cuenta cómo después se casó con Luis —fallecido hace dos años—, que era de Puebla, y para la villa del Porma se vino con él.

Al principio vivían, cuenta la avezada cocinera, en un cuarto que era casi como «una corte de ovejas encalada». El marido llevaba, de a medias, algo de ganado —«nada, telares», tercia nuestra paisana—, así que a la hacendosa Matilde se le metió entre ceja y ceja el asunto del establecimiento. «Yo fui quien lo entamé », proclama orgullosa.

Necesitaba 100 pesetas para comprar la parte de casa que luego, con el tiempo, ampliarían y mejorarían. Primero fue a una Caja que le negó el préstamo. «Para los pobres no hay dinero», se dijo entonces, resignada. Pero no se dio por vencida y, cuando en Boñar se lo dieron los Martines, vio el cielo abierto delante de ella. Y así, a principios de los años sesenta, comenzó la andadura de aquella cantina muy halladera donde se trasegaban claretes, tintos y aguardiente, y Matilde hacía «huevos fritos, tortillas, patatas con arroz»... «nadie me enseñó, yo no le pregunté a nadie». Después irían llegando los garbanzos, las judías... «carne no, ¡de dónde la iba a sacar!», precisa.

Su esposo lo tuvo claro desde el principio: «Yo al mostrador no salgo». «Bueno, pues no salgas, yo me encargo de todo», le respondió. «Di que luego se levantaba el primero y era el que hacía los cafés...», rememora. Si una vecina le daba unos garbanzos y algunos huevos, Matilde quedaba «agradecidísima». Otra vez, la ayuda vino de una gocha que le dio nada menos que once gochines. «Fue todo milagroso, yo no sé cómo salimos adelante», susurra con los ojos húmedos.

Con cinco hijos (siete llegó a tener, dos se le murieron de pequeños), once nietos y cuatro biznietos, Matilde es muy querida en el pueblo. «Oye, que llevo cincuenta años tras el mostrador y el otro día tropecé con un escalonín que hay». Le duele una mano pero ella sigue a lo suyo: «¿Algo más? ¡Que tengo que ir a hacer la comida!».

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