Diario de León

el leonés que dominó el planeta

Con el mundo por montera

En mayo de 1989, el enfermero leonés francisco requeta se embarcó en el mayor viaje de su historia rumbo a ninguna parte para recorrer cuatro continentes, mochila en mano, a bordo de una 4l y con su inseparable mariví

Francisco Requeta, de 57 años, ha dado dos veces la vuelta al mundo y recorrido el continente africano en un camión, en la imagen está en Las Maldivas en octubre de 1997.

Francisco Requeta, de 57 años, ha dado dos veces la vuelta al mundo y recorrido el continente africano en un camión, en la imagen está en Las Maldivas en octubre de 1997.

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Segundos antes de que aquel rudo juez le preguntara con voz tosca si aceptaba a Mariví como esposa, dejó —por primera vez en casi dos años— que fuese su mente la que viajase, y no su cuerpo, y se vio con trece o catorce años jurándose a sí mismo que algún día se casaría en Las Vegas. A 1990 apenas le restaba un mes de vida cuando entonó el sí quiero en el Ayuntamiento de la ciudad de los casinos, vestido de mochilero, sin Elvis, ni iglesia, ni limusina, pero con un corazón provisto para dar amor eterno a su fiel compañera de aventuras. Ella dudó por un momento si ese acto tendría validez, pero el improvisado sacerdote se apresuró a sentenciar que aquel matrimonio era ya real ‘in whole the world’ (En todo el mundo). Mariví respiró aliviada, ‘ya no hay marcha atrás’ —pensó—.

Y es que era precisamente el mundo lo que venía recorriendo Paco Requeta, un enfermero leonés, desde hacía meses. Llegaron a los Estados Unidos después de patear «el país más maravilloso de la Tierra», Nueva Zelanda, pero su peregrinar había comenzado mucho antes, en concreto, el 22 de mayo de 1989.

Salieron de León rumbo a Barcelona con una furgoneta 4L, un millón doscientas mil pesetas en el bolsillo y la única atadura que te impone el paso del tiempo por bandera. «Cruzamos la Costa Azul, Génova, Florencia, Pisa, Venecia… hasta lo que era la antigua Yugoslavia, Croacia, Serbia, Montenegro y entramos en Grecia, Atenas, Alejandrópolis y Turquía, donde nos alojamos en el famoso Londra Camping de Estambul».

En aquel país «descubrimos la amabilidad, la nobleza y la hombría de los turcos, injustamente tratados en el filme El expreso de medianoche . Se les hizo muy mala prensa y son, con casi total probabilidad, las mejores personas que me he encontrado en la vida. Cuando eres un visitante la gente siempre espera sacar algo a cambio de ti, sin embargo —señala Paco— ellos eran desprendidos hasta más no poder. Recuerdo dejar el coche para dormir, de pronto un chaval salía de la nada, me daba una bolsa con tres o cuatro kilos de melocotones exquisitos y echaba a correr antes de poder darle si quiera las gracias. Lo mismo me ocurrió en Irán y Pakistán, donde una familia nos acogió. Vivían en un alto, era imposible subir tal cuesta con una furgoneta sin tracción a las cuatro ruedas como mi 4L, así que siete de los hijos de aquel patriarca la cogieron casi en volandas y la colocaron junto a la puerta de la casa. En los dos días que nos hospedamos allí trataron de convencerme para que abrazase el Islam ‘pero cómo’, dije… ‘si casi no abrazo a los míos como para acoger esto’. Me enseñaron a comer con las manos y el truco para no mancharse; los codos siempre arriba».

Cuando Paco y Mariví prosiguieron su viaje la familia le entregó una especie de papel que acreditaba su pertenencia al clan por si alguien les robaba o asaltaba, algo bastante habitual en la zona. «Si así ocurría, ellos se liarían a tiros con quien fuese necesario porque son clanes muy tribales, muy protectores. Por algunas zonas, para dar un paseo había que contratar un guardaespaldas, fue una sensación muy rara».

Agosto estaba a la vuelta de la esquina. Le llegó el turno a Siria, Jordania y Arabia Saudí, países donde la belleza de un paraje, edificio o reliquia quedaba eclipsada por la sombra del calor. «Habría unos 60 o 65 grados y el único aire acondicionado del vehículo eran sus ventanillas de guillotina. Además debía llevar puesta la calefacción para que el motor no se calentara. Hice 35.000 kilómetros en aquella furgoneta y adelgacé 17 kilos. En el interior sólo llevábamos un cajón con comida y un camping gas».

Un ángel llamado Karim

El paso entre Arabia Saudí y Qatar no fue sencillo. «En Qatar nos dieron un visado de tránsito de hora y media para recorrer 90 kilómetros a 60 grados, era el tiempo que estimaban oportuno para cruzar su frontera. Recé para que la furgoneta no se estropeara. Recorrimos algunos Emiratos Árabes y llegado un momento nos vimos en la vicisitud de tener que saltar el Golfo Pérsico en barco o en avión. Yo lo quería hacer por tierra. Mandamos la furgoneta en barco y volamos desde Dubai a Pakistán. Fue una odisea horrible hasta recuperar la furgoneta. Un ángel de la guarda llamado Karim nos ayudó».

Karim era un nómada, un errante con alma de guerrero de los que conviene encontrarse cuando uno da la vuelta al mundo y los papeleos burocráticos se tornan la peor de las fronteras. «Nos guió por todas las oficinas del puerto hasta que dimos con ella, sin él jamás la hubiera vuelto a ver. Hasta tal punto me sentí en deuda que le invité a seguir con nosotros. Aceptó, pero después de 100 kilómetros los tres nos preguntamos qué hacíamos allí. Le dijimos que seguiríamos solos y con las mismas, se bajó en medio de la nada».

Tiempo después entramos en India, donde «quedé atónito con la singular belleza del Templo Dorado», llamado así por las placas de oro puro que cubren sus blancas paredes de mármol. El templo es centro de peregrinación de millones de personas a lo largo del año, sobre todo de los famosos Sijs . «Ya en Nueva Delhi conocimos al peregrino de la paz, un granadino que llevaba cinco años caminando y ansiaba ver a la Madre Teresa de Calcuta, muy enferma ya por aquella época. Años más tarde me enteré de que lo había logrado. En Bombay dimos con un asturiano que llevaba 35 años viviendo allí. La furgoneta ya no era necesaria a partir de ese momento y él nos ayudó para enviarla de vuelta a casa».

Sus caminos se separan

«Estaba harto de Mariví», sonríe Requeta melancólico mientras lo rememora. La convivencia pasó de ser grata a insoportable en apenas un puñado de países. Sus vidas se habían cruzado por vez primera en el verano del 88. Paco realizó una sustitución en el centro médico donde también trabajaba ella, que pasó de tildarle de chalado por querer dar la vuelta al mundo a rogarle que le dejara ir con él. Pero la pasión dio paso al ostracismo, y sin más, hartos de hartarse, se separaron durante dos meses. «Escribí a otra amiga de España por si quería continuar el viaje conmigo y aceptó. A los tres días de estar con ella me di cuenta de que había metido la pata hasta el fondo. Con Mariví lo tenía todo, con ella sólo sexo. Después de recorrer Japón, Taiwán y Corea envié una carta a todas las oficinas de correos del sureste asiático y Australia —donde creía que estaría Mariví— con la fortuna de que la leyó en Singapur. A modo de castigo me hizo ir a buscarla hasta allí. Cuando nos vimos sentí un enamoramiento desconocido hasta la fecha, difícil de describir. De Singapur fuimos a Malasia y luego a Sumatra (Indonesia), donde tomé setas alucinógenas».

León sonaba ya a prehistoria y todavía restaba gran parte del camino. Australia les recibió expectante, como el nuevo mundo que rezan sus leyendas. Después de nadar entre tiburones, recorrer sus interminables sendas y dar rienda suelta a su amor por Mariví, Paco decidió que quería formar parte de la profesión más extendida del país; ser esquilador de ovejas. «Aguanté sólo un día». En la Tierra Austral del Espíritu Santo hay 150 millones de ovejas que se esquilan una vez al año. Para ello crean equipos con un capataz, seis esquiladores, tres ayudantes y un cocinero, tropa que se mueve de rancho en rancho por zonas. «Nuestro rancho tenía 15.000 ovejas, esquilaban 1.5000 ovejas al día. Para mí eran una mezcla entre Mazinguer Z y Robocop ».

Se levantaban a las 5 de la mañana y a las 7, enloquecidos, se ponían a sacar ovejas, recoger el vellón, clasificarlo y meterlo en un saco. «A mí me metieron a recoger vellón. Cada tres minutos tenían listos tres vellones, trataba de coger mucho pero se me escurría, era un desastre. Me dijeron que no valía para ello, tenían razón. A los dos días nos fuimos. Fue entonces cuando conocí a un alemán que también estaba dando la vuelta al mundo pero a la inversa que nosotros. Me habló de una tribu con la que había estado viviendo una temporada en las islas Fiji, los Yasawa ». Aquella escala no venía en mi ruta de viaje, pero algo tan exótico era casi irrenunciable. «Me explicó que para vivir con aquella tribu tendría que agasajarles con una raíz especial que ellos utilizaban, así como con fruta y verdura para la familia que me acogiera».

Después de cuatro meses entre Australia y Nueva Zelanda, el destino a punto estuvo de jugarle la última pasada a Paco. «Bajé del avión con 40 de fiebre. Tenía malaria y sin embargo pensaba que era una infección respiratoria, una neumonía, pero no estaba seguro porque la fiebre subió de repente. Estaba bien pero en una hora la fiebre se disparó. Ya desde el aeropuerto fui a un hospedaje que había cerca porque no me podía ni mover. Allí estuve una semana y pensé que me moría, que era el castigo por tener la osadía de dar la vuelta al mundo e iba a fallecer a 20.000 kilómetros de mi casa. Recuerdo que pensé: ‘Bueno, 20.001 metros y estaríamos en el espacio, no hay una distancia más grande en la Tierra’. Decidieron llevarme a una especie de centro de salud a La Polinesia, me tumbaron en una camilla, convulsionaba, entonces se acercó un médico de color negro, sudoroso, con los ojos inyectados… Ambos nos miramos fijamente. Me preguntó que qué me pasaba y le dije que no sabía, que tenía temblores y entonces… sencillamente nos pasamos la muerte, porque al día siguiente se murió. Estuve una semana con malaria, luego remitió y nunca tomé ni un solo medicamento por no enmascarar cualquier otra cosa, ni antipiréticos, ni antibióticos, ni nada y como vino se fue».

Tras curarse vivieron durante 15 días con la tribu de los Yasawa , lo suficiente como para comprobar que, sin quererlo, Paco quería imponer su forma de trabajar, sus costumbres. «Cultivaban de manera rudimentaria, era una paliza. Pensé en usar sus caballos para arar pero se negaron, el caballo sólo era la ambulancia por si había que trasladar a alguien. Luego quise construir un taburete, pero ellos preferían tumbarse en el suelo y por último pretendí poner un biombo en la ducha, pero ‘¿quién era yo para imponer todo aquello?’ Una vez más, seguimos adelante».

1397124194 En tierras norteamericanas

Su boda en Las Vegas culminaba un amor superior a cualquier tipo de ficción. El ‘sí quiero’ trajo consigo una especie de luna de miel por Tijuana (México). «Allí» —confiesa Paco— después de venir de tantos meses de mundo sajón, la vida cambió por completo. Llegaron el calor, la música y la alegría. Está claro que los latinos son muy chapuceros, trataron de mentirnos, robarnos, pero todos esos países tienen un denominador común: la felicidad».

«De Tijuana (noroeste del país) cruzamos en diagonal hasta la Península del Yucatán, que está en el sureste y salimos a Belice, una antigua colonia británica para acabar finalmente en Guatemala, donde encontré una gente sencilla, sufrida y muy masacrada. Es un lugar peligroso por las bandas, no tienen escrúpulos, la vida vale menos que nada y a partir de las 5 de la tarde era mejor estar en el hotel». La idea era continuar por todo Centroamérica hasta Tierra de Fuego, pero «camino al Salvador Mariví me confesó que estaba muy cansada». Llevaban 19 meses de viaje.

El 21 de diciembre de 1990 regresaron a León. El amor entre Paco y Mariví duró un par de años más, luego conoció a Carmen y emprendió su segunda vuelta al mundo. Pero eso ya es otra historia…

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