Diario de León

Mireya gonzález, arqueóloga en la ciudad de los tejados

Una berciana en la revolución libia

Participaba en unos sondeos en el oasis de gadamés cuando estalló la revolución. Hace ahora un año, La arqueóloga berciana mireya González huyó de libia a través del desierto

La arqueóloga ponferradina Mireya González escarba en la arena del desierto junto a un nativo, en un imagen tomada en las dunas del suroeste de Libia y anterior a la revuelta popular contra el sátrapa Muamar el Gadafi.

La arqueóloga ponferradina Mireya González escarba en la arena del desierto junto a un nativo, en un imagen tomada en las dunas del suroeste de Libia y anterior a la revuelta popular contra el sátrapa Muamar el Gadafi.

Ponferrada

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Una docena de hombres armados con pistolas, cuchillos y con fusiles AK-47 detiene a los dos vehículos que circulan por una carretera del desierto, hacia la frontera con Túnez. Mireya González, arqueóloga ponferradina integrada en un equipo internacional de la Universidad inglesa de Leicester, viaja en el primero de los coches y tiembla. Es la madrugada del 22 de febrero del 2011 y en Libia ha estallado la revolución.

Mireya, que estudió Historia del Arte en la Universidad de Valladolid y lleva cinco años participando en distintas excavaciones funerarias en el norte de África, acaba de hablar por teléfono móvil con David Mattingly, director del Proyecto de Migraciones del Desierto, que se encuentra en Inglaterra. Le ha contado que el autobús con un grupo de ciudadanos portugueses que también huye de Libia no se ha presentado a la cita con ellos, a las cinco de la madrugada en las afueras de Gadamés, la Ciudad de los Tejados. «Cambio de plan, nos vamos solos», le informa. Y no dice nada más, porque su compañera Cori le pide que apague el teléfono inmediatamente. «Hay gente en la carretera». Las mujeres se cubren la cabeza y lo que tanto había temido Mireya desde que el día anterior, el equipo decidió abandonar el país levantado en armas contra Gadafi, se hace realidad; «una docena de hombres con armas, AK-47, pistolas, cuchillos... nos paran».

La joven arqueóloga berciana trata de mantener la calma, aprieta la mano de su compañera Tyer, canadiense, que está muy nerviosa, y de repente, el teléfono suena. David quiere saber lo que pasa, pero a los ocupantes del vehículo les da un vuelco el corazón con su llamada en el momento más inoportuno. Uno de los hombres armados se acerca al vehículo y comienza a golpear el cristal con una pistola. Mireya apaga otra vez el teléfono —«voy a abrir la ventana, ¿ok?», avisa a sus compañeros— y devuelve el saludo al hombre. « Sabah akhunur », le dice intentando que no le tiemble la voz. En medio de la tensión, el miliciano retira la pistola, alarga el brazo y les regala dos barras de pan caliente a los asombrados arqueólogos. «Si vais a Túnez, seguid recto», —les aconseja en inglés— y en el siguiente cruce girad a la izquierda». Se desean suerte y Mireya estrecha la misma mano que acaba de darle las dos barras de pan recién horneadas.

Sucedió hace ahora un año, en los primeros días de la revolución que acabaría por derrocar al sátrapa Gadafi. Mireya González Rodríguez se encontraba en Gadamés participando en un plan de sondeos arqueológicos con los que la Universidad de Leicester trataba de desentrañar la historia oculta de la ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, cuando estalló la revuelta en Libia. El equipo de arqueólogos, antropólogos, geógrafos y geólogos del que formaba parte logró salir de allí antes de que las protestas se intensificaran en la ciudad, bajo el control inicial del Gobierno gadafista, con ataques a pequeños comercios.

A Gadamés, un lugar salido de un cuento de las mil y una noches, según cuenta Mireya, la llaman la Ciudad de los Tejados porque a las mujeres no les dejaban pisar la calle sin la compañía de un hombre de la familia y hacían su vida en las azoteas. «Nuestro trabajo era pasar día tras día sondeando en los jardines y las huertas durante tres meses», cuenta la arqueóloga berciana. Hasta que llegó el 16 de febrero y supieron que había disturbios en Bengasi.

«Viendo las protestas en Egipto, nuestros compañeros libios nos habían dicho que en Libia no iba a pasar nada, que era un país diferente, que ellos vivían bien. Que tenían trabajo, comida, casas y las niñas iban al colegio y a la universidad», recuerda Mireya. Pero pasó.

«En Libia no se hablaba de política, no se hablaba de Gadafi, visible en cada lugar público porque por ley tienen que tener un retrato de su líder». Y no se hablaba porque detrás de aquel culto al líder se escondía el descontento. Las protestas de Bengasi se extendieron y en Al-Baida, la ciudad de la que procedían tres miembros libios del equipo de investigación, también se produjeron manifestaciones contra Gadafi. «Seguíamos trabajando, pero nuestros compañeros estaban distraídos», recuerda Mireya desde Leicester. Y cuando supieron que el primo de uno de los últimos expertos en sumarse a los sondeos había muerto en Bengasi, la espiral de silencio se rompió entre los libios. «Nuestros compañeros llegaron de trabajar y se sentaron a ver Al-Jazeera. Esto no iba a pasar aquí, decían. Y empezaron a hablar, primero entre ellos, después también conmigo y me contaron historias de amigos que tenían en la Universidad y que habían sido detenidos hacía años, de sus vecinos y amigos que ahora eran los rebeldes. Y la historia cambió».

Gadamés se encuentra al sur oeste de Libia, lejos del norte levantado en armas, y equipo británico sometió a votación la posibilidad de salir del país desde el aeropuerto local el viernes 25 de febrero. Los extranjeros se estaban marchando de Libia, pero Mireya fue de las que votó por quedarse. «Eso dije yo. Yo me quedo».

Pero Gadamés no estaba a salvo de la agitación. El día 18, se produjo una manifestación pro-Gadafi. La arqueóloga berciana recuerda que casi todos eran niños. Una manifestación de escolares orquestada por las autoridades locales. El equipo dejó entonces de trabajar en los sondeos y aquel fin de semana lo pasó encerrado en sus alojamientos. La revuelta libia crecía y a través de una conexión a Internet intermitente y de las llamadas de teléfono desde el exterior, se enteraron de que había disturbios en Trípoli. Tres semanas antes, todos habían paseado por las calles de aquella ciudad con aire europeo, «pero con el olor de la shisha y las especias», asegura Mireya, y les parecía imposible que la capital que visitaron para entrevistarse con los responsables del Departamento de Antigüedades fuera la misma de las imágenes. «Parecía una guerra».

Gasolina para 48 horas

David Mattingly acabó con las dudas cuando les llamó desde Inglaterra para pedirles que volvieran a Leicester. «No podíamos ir a Trípoli. Era demasiado peligroso. No nos podíamos quedar por si nos aislaban. Teníamos dos vehículos y éramos doce», cuenta Mireya un año después. Y el lunes 21 de febrero reunieron gasolina, agua y comida para 48 horas y después de contactar con los trabajadores portugueses, decidieron salir todos juntos al día siguiente hacia Nalut y la frontera con Túnez. La joven arqueóloga berciana se preguntaba entonces si estaba bien dejar allí a los compañeros libios, que no podían regresar a sus ciudades de origen. Pero intentar sacarlos del país podía ser aún más peligroso para todos. «Querían que saliéramos de allí, que nos fuéramos, para que todo se pudiera solucionar entre ellos», recuerda que les pidieron los libios del equipo.

Pero al día siguiente, los trabajadores portugueses no se presentaron a la cita y todavía era de noche cuando optaron por ponerse en carretera solos. «Estábamos a seis horas de la frontera más cercana y sabíamos que en el norte estaban registrando coches, confiscando material y documentación», explica la berciana. Así que cuando vieron venir a los hombres armados, en mitad de la carretera, se temieron lo peor.

Dos barras de pan caliente acabaron entonces con todas las suspicacias. «En cada pueblo, en cada cruce, grupos de hombres armados nos paraban, nos daban direcciones, nos pedían que le dijéramos al mundo que ellos eran pacíficos, que Libia quería ser libre, que ellos estaban protegiendo su pueblo, donde estaban enterrados sus abuelos».

Siete horas después, los dos vehículos llegaron a la frontera. Allí vieron grupos de gente caminando, con mantas y maletas en la cabeza y los tunecinos les dan la bienvenida. «Nos escoltó la policía y ni siquiera nos sellaron el pasaporte», cuenta la berciana.

Es entonces cuando la arqueóloga, que estudió en el colegio La Asunción de Ponferrada, llama a su casa para decir que está a salvo. «La voz de mi madre se rompe. No puede hablar y cuelga. Vuelvo a llamar y mi madre me dice ‘te prometo que no he llorado hija, te lo prometo’». Y cuando termina la conversación y cuelga de nuevo, después de contarle a su madre que se encuentra bien, que no han visto violencia y que los rebeldes libios que se han encontrado en la carretera les han ayudado a salir del país, Mireya recuerda las imágenes horribles que han visto en Internet, se hace a la idea de lo que ha debido pensar su familia en los últimos cinco días, y es ella la que libera toda la tensión acumulada, se sienta en el suelo y rompe a llorar.

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