Diario de León

subida al kilimanjaro

Alpinismo en madreñas

aprendió a ir a la escuela en madreñas; a las vacas, en madreñas; a jugar, en madreñas... Un hábito que ahora le ha hecho herrar bien las galochas y animarse a tirar peñas arriba. Lo mismo para coronar ubiña que para hacer cumbre en el kilimanjaro

Pese a que la ascensión no cuenta con un recorrido excesivamente técnico, en algunos puntos el uso de las madreñas obligó a Octavio a tener que ayudarse de las manos.

Pese a que la ascensión no cuenta con un recorrido excesivamente técnico, en algunos puntos el uso de las madreñas obligó a Octavio a tener que ayudarse de las manos.

Publicado por
a. caballero
León

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Las madreñas al salir de casa y el camino para ir a clase. Decenas de galochas emparejadas a la puerta de la escuela de Pinos, donde el maestro ya ha encendido la estufa de carbón. Empieza a amanecer, tantos años después, y vuelve esa imagen. El frío y las madreñas, ladera arriba hasta el techo de África, por encima del sol, mientras la sombra se hace cada vez más alargada. Entonces, desde allí, Octavio Álvarez recuerda las montañas de Babia, con Ubiña orgullosa por encima de su cabeza. Esos picos que ha trepado tantas veces, con las madreñas en los pies. Como ahora en el Kilimanjaro. Un leonés en madreñas a 5.895 metros de altitud. Quién puede llegar así más alto.

El logro de subir al Kilimanjaro en madreñas se gestó como un desafío al que le echan gasolina los amigos. ¿Cómo vas a subir hasta allí en madreñas?, le preguntaron a Octavio los amigos cuando empezó a contar que iba a África para probar si esos techos eran como los de Peña Ubiña. Y todavía continuaba la incredulidad cuando, después de hacer escala en Armsterdam y llegar al aeropuerto africano, sus tres compañeros de travesía se burlaban de si llevaba las galochas en la mochila. Un escepticismo que se apagó ya en Moshi, en la puerta del parque del Kilimanjaro, cuando sacó las zapatillas de cuadros de andar por casa y, delante del guía tanzano, las metió en la horma de madera. Bien pimpanas, como le gusta decir, con los tacos perfectamente engomados y las corras de alambre tensa en la puntera para que no se saliera el pie.

Las madreñas se convirtieron en un fenómeno que llamaba la atención. «Les extrañaba mucho qué era aquello porque no lo habían visto nunca», reseña Octavio, quien se convirtió en una postal para japoneses, norteamericanos, alemanes. «Me preguntaban si podían hacerme fotos y, en inglés, se interesaban en saber si eran confortables y si eran caras; querían tocarlas. Pero cuando sacaba las zapatillas y veían que no eran más que un cacho de madera, no entendían nada. ‘Made in Spain’, les repetía yo». Un sello que duró toda la ascensión y el descenso. Una curiosidad entre los visitantes del parque nacional del Kilimanjaro, por el que cada año pasan más de 20.000 personas. Hasta ahora, ninguna en madreñas. Menos aún para hacer cumbre. Un hito que, pese a no ser una montaña excesivamente técnica, sólo consiguen un 40% de las personas que lo intentan, según las estadísticas recogidas por el gobierno tanzano. Un porcentaje en se colaron 4 leoneses: Rocío Sarmiento, de Bercianos del Páramo, Pablo Morán, de Santiago las Villas, Ignacio Vidal Zapatero, de León y Octavio Álvarez, de Pinos y en galochas.

Hecho el pie como lo tiene a las madreñas, el único problema que se encontró Octavio fue la adaptación al clima. Las galochas empezaron a coger polvo nada más cruzar el acceso de Machame Gate, después de pagar los 50 dólares preceptivos. Antes de Machame Camp, a 3.000 metros de altitud, la situación estaba controlada y el calzado típico leonés se había convertido en el reclamo en cada uno de los campamentos, entre guías que trajinaban con la comida y turistas de todo tipo y condición. Una popularidad que se extendió enlazada al término pimpano: la palabra con la que en Babia se denomina a lo excelente, lo inmejorable, lo superior.

Babia, sobre todo la zona de Pinos, se le pasó por la cabeza a Octavio en la segunda jornada, cuando empezó a reparar en las plantas bajas parecidas a las escobas que hay por el entorno de Ubiña, y las urces esparcidas entre el cascajal. Allí, se les apareció por primera vez delante la imagen del Kilimanjaro. Desde la falda se anunciaba el frío, que toda la noche les rondó «como cuando quiere nevar» en los altos babianos. «Pensé que nos llevaba la tienda», cita Octavio, que apunta un atributo más de la comodidad de las galochas: «Los demás tenían que quitarse las botas y volvérselas a poner para no manchar dentro. Yo, con quitar las madreñas, estaba con las zapatillas dentro como por casa».

La tercera jornada las galochas ya andaban solas. Daba igual que la trocha se hubiera puesto «más pinda». Roquedos arriba, sin problema, hasta asomarse al Lava Tower, uno de los cráteres del Kilimanjaro. Un punto desde el que «aclimatarse» antes de bajar por «un valle maravilloso» hasta el campamento. El tramo «más jodido para las madreñas», enfrentadas al cruce de «arroyos y la niebla». «Creían que me iba a matar, pero ni un rasguño», presume Octavio, quien recuerda que al llegar hicieron acopio de fuerzas con una dieta muy completa: primero un té con palomitas y, para cenar, sardinas, salchichón y cecina; sin quitarse las madreñas. Ni una marca en los pies.

El aumento de la exigencia quedó claro en la cuarta estación. Apareció el mal de altura dibujado en las caras de muchos de los alpinistas con los que se cruzaban. «A nosotros no nos entró el calabaciecho», avisa Octavio, quien rememora imágenes dantescas que se encontraron, ya en la bajada. «Vimos como dos porteadores subían a una paisana tapada con una manta. Uno tiraba de la paisana por delante y el otro la empujaba por detrás. Pensé que iban a enterrarla porque otra cosa no parecía. Parecía que tuviera 150 años. Igual que otro paisano del que tiraban dos porteadores, que no sé si llegaría vivo», cita, al tiempo que apostilla que se ven cosas que no son normales».

Frente a estas personas, sin preparación ni condiciones para hacer cumbre, Octavio destaca a los porteadores. «Unos héroes. Suben unas cargas impresionantes a modo de sacos y cestos enormes encima de la cabeza, además de la mochila, que alguno lleva dos porque al que guían no puede con nada», ensalza con el recuerdo fresco de unas personas que «siempre están de buen humor».

Ese ambiente es el que reinaba dos tardes antes de atacar la cumbre. «Cantaban y bailaban. Algo pimpanísimo, un espectáculo digno de ver, tienen unas voces pimpanas igual que sus bailes, son unos genios». Con esa compañía, la expedición dejó Karanga, casi a 4.000 metros, para mirar a la cara al Kilimanjaro. «Pole, pole, que significa despacio, como decían los guías Zephania, que había subido 15 veces, y Thadeus, con más de un centenar de ascensiones en los pies», relata Octavio, quien incide en que mientras bordeaban la montaña blanca «todo parecía inmenso y sin fin». A esa marcha, se plantaron en la última estación, Barafu Camp, a 4.673 metros de altitud, para poner la tienda «en unos peñascos».

El asalto final, con las galochas a punto y «sin un rasguño» les hizo levantarse a las 23.00 horas. Con un frío de -10 grados, la comitiva arrancó poco más allá de las 00.30 horas para hacer cumbre. Una «larga hilera de linternas que parecía una luciérnaga gigante, en zig-zag», describe Octavio. Rumbo al techo de África. Una de las Siete Cumbres. Pole, pole, hasta arriba para ver algo que «no se puede describir con palabras, porque es algo único, muy pimpano». En madreñas, como cuando iba a la escuela en Pinos. Siempre en madreñas. Hasta el fin del mundo.

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