Diario de León

tiempos de nostalgia

Cuando la hora lo era todo

Los viejos relojes de las estaciones de León viven luces y sombras. Repintados como el primer día como en Feve, nuevos como en la estación de Renfe en León o víctimas del abandono como en La Pola de Gordón

Estación de Feve en San Feliz de Torío, tras ser rehabilitada como punto de partida de los trenes de la línea a Bilbao.

Estación de Feve en San Feliz de Torío, tras ser rehabilitada como punto de partida de los trenes de la línea a Bilbao.

Ponferrada

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Los relojes forman parte de la pequeña gran historia de la estaciones de tren. En unos casos, como parte de su fisonomía casi centenaria. Es el caso de los de Feve, en la línea de León a Bilbao, donde los relojes se cuidan y se repintan para salvaguardar la memoria. En otros casos, como en Pola de Gordón, del reloj, esta vez de Renfe, apenas queda la carcasa que marcó la hora. Aunque al lado se ultime la mayor obra de ingeniería ferroviaria de Europa, la estación gordonesa muestra descarnada lo que fue y ya no es. Todo es abandono, y el reloj mutilado lo dice sin piedad. En otros, nuevos y a la última, como la estación provisional del AVE en la capital, queda claro el cambio de siglo.

La Asociación Cultural Abamia de Corao, un pequeño pueblo asturiano donde estuvo uno de los talleres más importantes de relojes de estaciones, tiene publicado uno de los escasos trabajos que existen sobre estos relojes y aquellos ‘artesanos del tiempo’, como fue el de la familia Miyar, autora de algunos leoneses.

Tan importante fue la medición del tiempo para el buen funcionamiento de las antiguas compañías ferroviarias que se tuvieron que dictar normativas y leyes para regularizarlo, como la Ley de Policía de Ferrocarriles del 23 de noviembre de 1877 y la Reglamentación de los Servicios de las Estaciones, del año 1944; en estas normas se establecía, entre otras cosas, «que el cuidado del reloj corría a cargo del jefe de estación», explica Celina Pérez Melero, autora del citado estudio.

Los relojes de estación empezaron a utilizarse en el siglo XIX, al tiempo que nacían las líneas de ferrocarril. «Hasta entonces los relojes ornamentales lucían únicamente en campanarios de iglesias o en edificios oficiales; a partir de ahí se colocaron también en las marquesinas, en la fachada central, en el vestíbulo y en los andenes de las estaciones. Los talleres que fabricaban estos relojes tenían en cuenta tanto la precisión como la estética y algunas de sus realizaciones, que utilizaban el latón por ser un material que no se oxida, son auténticas piezas de ingenio y arte», añade.

Y así es. Sólo hay que disfrutar de los que quedan en las estaciones de León, de Matallana, de Cistierna...

Aunque muchos han desaparecido, o se han reconvertido, como el nuevo reloj de la estación de Renfe de León, mucho más moderno, este instrumento que la Real Academia de la Lengua describe como «una máquina dotada de movimiento uniforme, que sirve para medir el tiempo o dividir el día en horas, minutos y segundos», sigue despertando interés, como lo prueba que el Museo del Ferrocarril de Madrid tenga precisamente una sala dedicada a los relojes. «El interés por la precisión en la medición del tiempo y los avances técnicos derivados de ello tuvieron, a lo largo del siglo XIX, una estrecha relación con la evolución del ferrocarril. Éste necesitaba una dotación numerosa de relojes en la multitud de instalaciones relacionadas con el servicio ferroviario, como gabinetes de circulación, talleres, depósitos de locomotoras, factorías de mercancías, oficinas administrativas y un largo etcétera. De ahí que las compañías ferroviarias tuvieran un gran interés en colocar en sus estaciones principales grandes relojes procedentes de las firmas europeas más prestigiosas con los que, a modo de moderna torre de iglesia o de ayuntamiento, ofrecer la hora a todos los ciudadanos».

Los viejos relojes de las estaciones se denominaban «esclavos» o «satélite», porque la maquinaría se encontraba en el interior de los edificios, en un reloj «patrón» que sincronizaba varios relojes «esclavos» para que marcaran las misma hora fuera. «Los más antiguos marcaban la hora mediante impulsos que recibían por una transmisión a través de la pared, lo cual les permitía estar coordinados, y no tenían sonería. También era primordial la sincronización entre unas y otras estaciones, por lo que se realizaba la operación denominada «pasar la hora», de manera que, por vía telefónica o telegráfica se comunicaba la hora a otras estaciones», cuenta Celina Pérez Melero.

En esa labor, los maquinistas eran los encargados de dar aviso a los jefes de estación si observaban diferencias entre una estación y otra.

Así funcionaron hasta que, en los años 70, la técnica se impuso al ingenio y a la estética y los relojes se fueron sustituyendo por otros más fiables, que no necesitaban de especialistas capaces de conservarlos.

Por eso, las maquinarias de aquellos antiguos relojes son hoy piezas de museo, como las fabricadas en el taller de Basilio Sobrecueva y de la familia Miyar de Corao (Asturias), que en la última década del siglo XIX y primeros años del XX se colocaron en casi todas las estaciones del Ferrocarril Vasco Asturiano y de los Económicos, o las encargadas al taller francés de Paul Garnier, un maestro relojero de la misma época de los anteriores, que se especializó en relojes de estación y también construyó, por ejemplo, el de la estación de Atocha.

En lo que se refiere al taller de Corao, es muy interesante el estudio titulado «Orígenes de la relojería», publicado por José Pedro Suárez- Penel Álvarez en la revista Piloña (Infiesto, 1995), en el que se apunta que fue el avance de los medios de transporte lo que provocó que en el año 1883 se unificaran las horas en Europa. «Después de la convocatoria de unos cuantos países se dieron cuenta de que el desarrollo del ferrocarril, y del telégrafo, necesitaba una normalización para poder establecer las horas de salidas, pasos por un determinado sitio, llegadas, etc. Con la normalización se puso fin a pintorescas situaciones, como por ejemplo la que ocurría en Londres, donde tenían una hora en cada barrio, habiendo llegado a contarse veinte horas diferentes».

Durante muchos años, el tren marcó la vida de la ciudades. También de aquel León que miraba a la estación desde Guzmán, que también describieron Bujía y Lamparilla, en su Guía Cómica de León. «A dos pasos de la estación es imposible que pierdas el esprés; y si es verdad que quitan los Consumos, quitarán el fielato que está enfrente. ¿Y abajo?. Abajo, bien; gracias. El bar del Norte. Dando el mejor chato del mundo con selectas tapas, cerveza, café puro y sin mancha y una leche que es gloria. Nada, que sólo le falta que al dueño de la casa poner una azotea para que aterricen los aeroplanos. Y eso que el propietario está azul marino, porque las obras del puente de la estación (así lo dicen) no se ven comenzar para ensancharle y para que los coches tengan una pasada digna».

El tren marcó la vida de aquel León antes y después de la Guerra. Antonio Gamoneda, que entonces vivía en el Crucero, cuenta en sus memorias: «En aquella casa los trenes eran los reguladores del tiempo. ‘Ya viene el correo de Galicia. Ahí pasa otro’, decíamos. Me impresionaba cómo se perdían en la chopera».

Aquel viejo reloj que marcó tantas salidas y llegadas, tantos retrasos, ya no sigue allí. Lo sustituyó hace unos años uno más moderno. Eso sí, en la fachada principal de la vieja estación, en lo más alto, sigue el que siempre estuvo. Y marcando las horas como el primer día, aunque la estación esté cerrada.

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