JOAQUÍN LENCE
TRES TIEMPOS y una calavera
En una calleja de cacabelos se esconde una bodega. El dueño tiene respuestas para todo, un ataÚd apoyado en la pared, para cuando se muera, y una calavera con tres tiempos
Joaquín Lence tiene una bodega en Cacabelos. Pero no es una bodega cualquiera.
El forastero que se atreve a entrar a tomar un vino allí se encuentra, de sopetón, con un ataúd apoyado contra una pared.
—¿Para qué tiene ese ataúd ahí, Joaquín?
—Para mí.
Y responde seco mientras lava unos vasos en un fregadero.
La bodega de Joaquín es casi un museo. Colas de zorro y patas de jabalí cuelgan del techo. En un rincón tiene una calavera. Parece de verdad.
—¿Y de quién es esa calavera que tiene ahí, Joaquín?
Y Joaquín se prepara para lucirse.
—Si quiere saber a quién pertenece, se lo diré con exactitud. Esa calavera tiene tres tiempos. Un presente, un pasado y un futuro. Sobre su pasado no tengo ni idea. Sobre su futuro, no tengo ni p... idea. Y sobre su presente, le diré lo mismo que le dije con el ataúd: me pertenece a mí.
Y Joaquín sirve dos vinos blancos. El periodista, ingenuo, sigue preguntando.
—¿Y usted donde nació Joaquín?
—No nací en Cacabelos. Nací donde el ciervo es señor y el señor es más señor, que no queda muy lejos de aquí.
—¿Y por dónde cae eso?
—En la pequeña Compostela.
Y la pequeña Compostela, para los que no sean del Bierzo, es Villafranca, el único lugar del Camino de Santiago donde los peregrinos, si están enfermos, pueden ganar el Jubileo. Pero la bodega de Joaquín Lence tiene más secretos.
—Joaquín, ¿por qué tiene Franco y a Lenin juntos en la pared?
Y Joaquín, que debe tener unos ochenta años, pero no quiere decir su edad verdadera, y quizá regente la bodega más vieja del Bierzo, abierta «desde hace más de cien años», por fin tiene un detalle con el periodista.
—Esa es una buena pregunta.
Pero se lo piensa un poco antes de responder.
—¿Por qué Joaquín?
—Porque la mitad del pueblo de Cacabelos es rojo y la mitad es falangista. Cuando hablaba bien de los rojos, me pegaban los falangistas. Y si hablaba bien de los falangistas, me pegaban los rojos. Así que los junté a los dos.
Y el que pregunta sigue mirando a la bodega en penumbra, ahumada, y hay que decir la verdad, con alguna que otra tela de araña difuminada en la oscuridad. El ataúd, sin duda, no desentona. Y sobre un mueble desvencijado, reposa una hilera de relojes.
—¿Y esos despertadores, Joaquín?
Joaquín tiene entonces el mejor gesto de la conversación.
—Eran de mineros, pero como ellos, están parados....
Y el vino blanco que sirve tiene el sabor de un extraño elixir.