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josé garcía, ‘el zapatero de la utrera’

de oficio, supervivientes

en la guerra combatió en el frente de teruel y en extremadura, en aquellas ‘brigadas de choque’ que abrían la primera línea de fuego. «no sé cómo pudo volver vivo», se pregunta su mujer

SECUNDINO PÉREZ

Publicado por
emilio gAncedo
León

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No se le olvida a José, por todos conocido como ‘el zapatero de La Utrera’, el equipo completo que llevaba a cuestas en la guerra: «Manta, capote, colchoneta, 250 cartuchos, seis bombas de mano, el rancho del día, tinta y papel para escribir; en total, entre 25 y 30 kilos». Buena memoria tiene tanto él como su mujer, Concesa Díez, ambos supervivientes natos, omañeses de una pieza, firmes contra viento y marea, nonagenarios activos y con buen humor, gente trabajadora muy querida en toda la contorna.

Ambos nacieron en La Utrera de familias humildes dedicadas a lo de prácticamente todas entonces, las vacas, las ovejas y el centeno, siempre entre la era, la huerta, el río, el monte y los praos. «A la escuela se iba, sí; cuando no te la quitaban», dice Concesa recordando lo mucho que se trabajaba, de niños, en casa. Ella aprendió a arar, a coser, a tejer, a hacer calcetines... a todo, qué remedio había. Y mejor casi que lo de ayer se acuerda José de la guerra, con 18 años lo mandaron a León, luego a Astorga y a los ocho días ya estaba en Albarracín, Teruel, en pleno frente de batalla, del lado nacional. El zapatero pertenecía a las Brigadas de Choque, o sea, la punta de lanza del ejército, y vio caer «a muchos, a muchos...». En una ocasió el acudir sencillamente a por una caja de munición le salvó de un morterazo que acabó con toda su escuadra... sólo quedó él vivo. Eso fue ya en Extremadura, donde los mandaron después del Ebro y donde al peligro incesante de los tiros había que sumar el calor, las largas distancias, la sed... «teníamos que recorrer unos cinco kilómetros para ir a por agua», avisa. «Todo fue duro, muy duro», resume.

En una ocasión el correo tardó tres meses en aparecer («y cuando llegó, los mulos no podían casi con los sacos, nos lanzamos a abrirlos, ¡aquel día todos fuimos carteros!», ríe José, quien también rememora momentos tan carpetovetónicos como el hecho de estar, republicanos y franquistas, cada bando apostado en una cuneta, sólo la carretera en medio, y por la noche quedar para charlar, pedir noticias e intercambiar tabaco. «El suyo era peor, pero tenían mejor papel». En cuanto apuntaba el alba o se oía el primer disparo, la reunión se disolvía.

Tampoco olvidará jamás el día en el que anunciaron que la guerra había terminado: «Unos bailaban, otros cantaban, otros lloraban... no se sabe cómo pero de repente apareció una garrafa de coñac que bebimos entre diez». «Desde entonces no he vuelto a probarlo», confiesa. 32 meses sin pasar por casa, luchando a brazo partido por cada palmo del terreno, dejando en los caminos muertos «por los que nadie pujaba»... «No sé cómo quedó alguno vivo», «¡la de piojos que traían en las costuras!», suspira su mujer. Hasta el 42 no recibiría la licencia, pero la aldea natal era de pocos recursos y José, inquieto como pocos, marchó a trabajar al puerto de La Coruña, donde laboraban 300 obreros —ganaba cinco pesetas la hora—, y allí estuvo «hasta que llegaron las máquinas». Bregó en una mina de loza al pie del mar en Caravia, Asturias, y también en la cuenca de Valdesamario. En 1950 casó con una moza «que ya conocía de la escuela», guiña el ojo, pícaro, José; y puso en práctica el oficio que había aprendido en una zapatería de Coruña, donde estuvo de botones pero fijándose bien en todo. Y como no había otro en la zona y era mañoso, «el que me encargaba un par, no dejaban de encargarme otro más adelante».

Mientras él claveteaba, ella hacía las labores, araba, amasaba en el horno del barrio y andaba con el ganado —siete vacas, entre 60 y 70 ovejas, 28 cabras—; pero José tenía que contribuir con todo lo que iba surgiendo —se dedicó también a la construcción, «nunca tuve miedo al trabajo», dice— y el río proporcionaba sus buenas proteínas. A mano, a rede, con tresmallo, con tiradera... nada de caña. «Yo le decía a ella: ‘Vete poniendo el caldo que voy por unas truchas para cenar’. ¡Y antes de que el caldo hirviera, ya estaban las truchas sobre la mesa!».