México
El legado de las haciendas
En México, las haciendas surgieron en el siglo XVI, cuando la Corona española le cedió a Hernán Cortés el título de Marqués del Valle de Oaxaca
Cuenta Ignacio Castillo que «hace varios años yo alcancé a ver a un hombre vestido de charro (…) Nosotros creímos qu’era el que cuidaba la casa, pero no podía ser porqu’el que cuidaba antes ya se había muerto. Y cuantimás un charro elegante, pos no es pa’que anduviera cuidando una hacienda abandonada. Eso fue en la tarde y a mí y a los amigos como que nos dio cosa y no quisimos entrarle. Al día siguiente tres de nosotros nos metimos, pero primero tocamos pa’ ver si había alguien, y como nadie salió, entonces nos metimos. Fuimos al punto donde habíamos visto al charro ese que le digo, y mire que ya estaba escarbado. Hallamos puros carbones regados por ahí (…)».
La leyenda del fantasma vestido de charro en la hacienda La Corcovada, en el municipio de Villa Hidalgo, estado de San Luís Potosí, México, viene recogida en el libro «Haciendas del Altiplano, historia(s) y leyendas», del cronista mexicano Homero Adame. Y como esta hay cientos.
Las haciendas en Latinoamérica representaban un símbolo de estatus social a partir de un rancho de grandes dimensiones donde se producía alimentos, generalmente para autoabastecerse. Datan de la época colonial y abundan en el Cono Sur y en casi todo el continente americano.
Y es que la magia y el misterio de sus ancestros rodean estos hermosos edificios de siglos pasados, ubicados en medio de campos verdes alejados de las grandes urbes.
En México surgieron en el siglo XVI, cuando la Corona española le cedió a Hernán Cortés el título de Marqués del Valle de Oaxaca.
Con todas las historias de leyendas transmitidas oralmente, se puede decir que en las haciendas de este país conviven, a veces, familias modernas con las almas de sus antepasados que por allí deambularon.
En la actualidad, algunos propietarios han reformado las casas para convertirlas en hoteles de lujo, espacios de descanso o restaurantes. Algunas son solo puntos turísticos que se pueden visitar.
En opinión del cronista histórico Homero Adame: «En la actualidad, 100 años después del estallido de la Revolución, son muy pocos los cascos o casas grandes de aquellas haciendas que se conservan en buenas condiciones. Algunos han sido restaurados por los herederos o por los propietarios actuales, quienes las adquirieron mediante compraventa para uso recreativo o para fines turísticos».
Otros edificios se conservan gracias a que las comunidades aledañas no los destruyeron. Si bien algunas de estas joyas arquitectónicas se encuentran en la ruina. Esto se debe, según Adame, a que «los buscatesoros se han encargado de destruir lo que queda en pie, irónicamente buscando un quimérico tesoro cuando, en realidad, lo están destruyendo».
Como figura en el libro mencionado de este autor, existen en el Altiplano de México ejemplos de estas casas convertidas en centros culturales o museos. Se trata de El Refugio, en Charcas; y La Salinera, en Salinas; ambas en el Estado de San Luís Potosí (centro norte de México) o La Corcovada y Peotillos, ambas en Villa Hidalgo, también en ese Estado.
Origen y ocaso de las haciendas
Cuando los conquistadores empezaron a llegar a las distintas regiones de Latinoamérica, lo hicieron con el afán de buscar yacimientos, dado que, para entonces, las riquezas minerales eran igual de atractivas para los cazadores de fortunas, los gambusinos y los nobles.
En el caso de México, a medida que avanzaban hacia el norte, fueron descubriendo tierras vírgenes óptimas para labranza y cría de ganado. «De tal modo, se delimitaron enormes mayorazgos y latifundios en el Altiplano, éstos repartidos entre pocos propietarios, a menudo emparentados entre sí. Un caso extremo fue el del capitán Francisco de Urdiñola, el mal llamado marqués de Aguayo, título que nunca ostentó, quien logró poseer el latifundio más extenso en la época virreinal, ubicado en el norte de Zacatecas, Coahuila y otras regiones septentrionales, incluyendo partes del Altiplano», cuenta Homero Adame.
A principios del siglo XIX, el malestar de los criollos, es decir hijos de peninsulares nacidos en la Nueva España, empezó a crecer, pues opinaban que la tierra les pertenecía y no querían pagar tributo a la Corona. Tal inconformidad dio origen a la guerra de Independencia iniciada en 1810, según la historia oficial. A partir de entonces, los grandes latifundios empezaron a fragmentarse, por herencia o por compraventa, y la mayoría dejó de ser propiedad de españoles para pasar a ser propiedad de criollos.
«Es sabido que muchos de los grandes latifundistas no vivían de tiempo completo en sus haciendas. De hecho, la mayoría radicaba, por lo general, en las ciudades importantes, como Matehuala o la ciudad de México, dejando sus haciendas a cargo de administradores» indica el experto.
Trabajo de sol a sol
«La decadencia de casi todas las haciendas mexicanas sobrevino con la Revolución. Aunque la esclavitud había sido suprimida oficialmente en México, lo cierto es que en las haciendas seguía practicándose», indica Adame.
Los peones vivían en y para la hacienda. Las horas de trabajo eran muchas, «de sol a sol», según se dice, sin días de descanso y con salario muy bajo, además de soportar los malos tratos de los capataces que, en muchas ocasiones, eran del desconocimiento del hacendado.
Durante casi 100 años se vivió de esta manera y, a lo largo de ese tiempo, hubo un descontento generalizado entre la clase trabajadora, esclavizada, y de tal modo sobrevino la Revolución, en este caso de mexicanos o mestizos contra los criollos.