Diario de León

manuel díez y díez

Nos da 440 calabazas

Este riberano con pasión por la labor hortelana expone en pinilla las calabazas que ha cultivado y decorado con primor mientras cuida de su mujer enferma

Publicado por
EMILIO GANCEDO
León

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Enseña una y recita con orgullo: «En esta calabaza del año 1956 llevaba mi abuelo el agua cuando iba a segar al monte». También tiene otra de 1980, de su padre. «Hacen muy buen agua, ¿no ves que las llevan los peregrinos?», ilustra. Pero estas piezas de museo etnográfico quedan oscurecidas y hasta palidecen al lado del sorprendente y cromático muestrario que estos días expone Manuel Díez en la guardería de La Casona de Pinilla (hasta el día 30, de 12.00 a 14.00 y de 18.15 a 21.00): nada menos 440 calabazas pintadas a mano, todo un zoológico en el que serpientes de mil colores alzan, entrelazan o inclinan sus cabezas en curioso baile ritual. La mayoría simulan culebras o dragoncillos de largo cuello, pero el visitante encuentra también ‘rupertas’, decoradas o no, otras son como jarrones hieráticos, las hay esbeltas y regordetas, grandes y pequeñas, figurativas y abstractas, y casi todas lucen acrílicos vestidos de brillante colorido, a listas, a topos, a manchas, con dibujos en forma de hojas —que Manolo recoge por los parques y luego reproduce—, e incluso son presa de pasiones futbolísticas y lucen blaugranas, merengues, albicelestes, verdiblancas…

Es la ‘prole’ de este incansable y vivaracho vecino de Pinilla, tan menudo a la vista como repleto de fuerza, bondad, ánimo y humanidad en su interior, nacido en 1925 y, como buen riberano del Órbigo, hortelano hasta los tuétanos. Por sus venas corre savia y agua de riego, y en su finca de Llamas cultiva las calabazas que luego seca y decora, amén de flores, de las que siempre fue rendido adepto (llegó a tener 11.000) y otros productos. Eran siete hermanos y como no había posibles para todos, con 16 años ya tuvo que marchar a servir, en su pueblo y en Villoria. «Me levantaba a las cuatro de la mañana para dar de comer a los bueyes, dormía un poco acostado junto a ellos, luego les daba otra vez, y a las cinco, a arar». Así estuvo hasta los 27 años, cuando se casó con su vecina Basilia, se trasladó a León y trabajó en Renfe; en los Talleres y Fundición La Veguilla, fábrica de calderería («la mejor que había en León»); y en los almacenes de hierro Zarauza, donde llegó a jefe de la sección mercantil. «Nunca pedía nada. ¡Yo era tontín trabajando!», confiesa. A los 60 lo prejubilaron y desde entonces se dedicó a la azada y a cuidar con todo el cariño del mundo de su esposa, enferma de alzheimer, y a matar el tiempo pintando calabazas. Y por cierto que un día habló sobre ella y dijo una gran verdad: «La ciencia no entiende de caricias».

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