marruecos
en el valle del Ourika
Viajar, por lo general, siempre resulta estimulante. Es muy útil, hace trabajar la imaginación, según el escritor Céline. un viaje al corazón del Atlas
Transcurridas algunas semanas me siento aún morriñoso, con la nostalgia colgándome del alma . Pero se me pasará. Sé que volveré, inshallah , eso me dijo Mohamed, el conductor que me llevó —nos llevó, pues este fue un intenso y placentero viaje en afectuosa compañía— al interior de nuestras ensoñaciones, a la cumbre nevada del Toubkal.
Ahora miro al Morredero, cubierto de nieve, y sigo viendo el Atlas como si acabara de redescubrir el mundo, porque el Valle del Ourika, en las entrañas marroquíes, me devuelve a mi tierra de fuentes y cascadas, a un paisaje familiar, que es mi memoria afectiva.
El valle del Ourika, situado a unos 60 kilómetros de Marrakech, es un lugar fresco y tranquilo —bueno, en la actualidad parece invadido por el turisteo andante—, que en verano —incluso en invierno— sirve como jardín de las delicias o huerto de la amistad (y el amor) para refugiarse del calor extremo de la ciudad roja, cuyo termómetro puede superar los 50 grados.
Un estupendo lugar, Ourika, para que los jóvenes enamorados marroquíes (y otros) se vayan a pasar el día en busca de arrumacos, mientras se pierden montaña arriba, por entre cascadas de fantasía. Conviene llegar hasta Setti Fatma, donde se encuentra la ruta de las siete cascadas, aunque lo habitual sea visitar sólo la primera. Con tiempo, ganas y espíritu trepador se podría continuar la ruta, aunque me temo que debe ser algo complicada, salvo que te guíe uno de esos rapaces dispuestos a subirte a hombros, si tal fuera menester. Incluso para visitar la primera cascada, siempre te encontrarás con alguien que te ofrezca sus servicios. Youssef, nuestro guía, resultó ser un chaval con buen rostro y excelentes hechos, el cual tuvo la amabilidad de prevenir y avisar en todo momento —aunque esto no es nada habitual— de que nos anduviéramos al quite con los vendedores que pretenden empaquetar, a quien se haga de miel, con sus productos a precios más que «doblados». Una gran labor la de este muchacho, que de este modo se ganó la simpatía de los viajeros, obsequiándole con una buena propina. Qué menos.
Setti Fatma es una aldea de adobe, mimetizada con la tierra, en la que crecen nopalitos, y por la que corren alegres las gallinas y los burros. Los niños y niñas siguen siendo reacios a que se les retrate. Es probable que estén hartos de tanto turista osado. Y no les falta razón. Mientras, las mujeres siguen aprovechando el agua del río para hacer su colada. En realidad, hace ya algún tiempo que Setti Fatma cambió su rostro de aldea perdida, en un supuesto estado prístino —es un decir, pues no queda en la actualidad ni un solo espacio virgen en la tierra—, por un pelaje algo más moderno, lo cual le resta cierto encanto. Ahora, aparte de encementar en exceso el entorno, los oriundos han decidido deliberadamente montar varios puentes colgantes y terrazas a orillas del Ourika, dentro del río, incluso, para que los visitantes se sientan más a gusto. Supongo. O supondrán los autores.
Lo mejor, si uno quiere comer bien, es comprar carne, en alguno de los puestos carniceros en los que se exhibe el cordero y la vaca al aire libre, y pedirle a algún «restaurante» que te la haga a la brasa. Te re-chuparás los dedos de las manos.
Para llegar a Setti Fatma desde Marrakech puedes enrolarte en la aventura de coger un autobusín (como en mis viajes anteriores), una camioneta que va hasta las trancas, atestada de gente y macutos por doquier, y luego hacer trasbordo, en el primer pueblo del valle, para tomar un taxi colectivo que te lleve directamente al destino, o bien contratar un taxi colectivo, en la estación próxima a Bab Agnaou (una de las 19 puertas de entrada a la impresionante medina de la ciudad amasada con la textura del barro rojo), que te llevará hasta donde desees, con paradas en puntos de interés, que tú mismo decidas. Eso, claro está, si tienes la fortuna de toparte con Mohamed, que se mostró abierto y hospitalario. Un gran fichaje, el cual fue asimismo el conductor de nuestras ilusiones a lo largo del valle de Imlil, y el que nos devolvió a la Menara, el aeropuerto de Marrakech, el último día que pasamos en tierras marroquíes.
A menudo los taxis colectivos o compartidos, que suelen ser Mercedes de los años setenta, algo escacharrados, al menos en su interior, acogen en su seno a seis pasajeros, dos adelante, al lado del chofer, y cuatro atrás —véase una lata de sardinas—, pero también cabe la posibilidad, si viajas en compañía, de pagar por todas las plazas (esto es, las seis) y viajar de un modo más confortable. No resulta nada caro, aunque tengas que pagar tu plaza y aun la de otra persona. Por unos 300 dirhams (DH), incluso menos, se puede hacer una excursión (ida y vuelta) desde Marrakech a la aldea berebere de Setti Fatma. Para no perdérsela.