Diario de León

carlos alberto albano, ‘tano’

vivir en una plaza de toros

este argentino abre, cierra y cuida la plaza de toros de león desde dentro porque en ella vive. fue cámara de televisión en su país y tras veinte años de trabajo se llevó, entre otras insignias, un beso de kim bassinger y un tiro en la pierna durante la guerra de bosnia

secundino pérez

secundino pérez

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emilio gAncedo
León

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El tesoro infantil y callejero de Tano era una vieja radio portátil donde escuchaba los partidos del River, y aquel aparato contaba con la inmensa ventaja de que podía ser compartido, creaba vínculo invulnerable escuchar los córners, fueras, disparos y penaltis, y Tano acudía al parque los domingos de luz bonaerense, se sentaba al lado de su amigo el cansado policía —había uno en cada barrio— y ambos atendían absortos a lo que contaba aquella voz atropellada donde el gol parecía siempre inminente.

Carlos Alberto Albano Gatti nació en 1953 en pleno centro de la capital federal argentina, entre 9 de Julio y Córdoba, «más porteño que el obelisco, ¿viste?». Durmió 20 años en la misma cama donde viera la luz «hasta que se rompió el elástico», y aquellas jornadas primeras eran todas de volver en pandilla del colegio Roca, pasar a toda prisa por casa para tomar la leche y garrapatear deberes y después salir a dar patadas al balón con los amigos como si la vida les fuera en ello. Luego subía con las rodillas destrozadas.

Fueron años de plaza pública, vida tranquila y relativo desahogo económico, cuando el padre hostelero agarró un restaurante en Mar del Plata —diez años vivieron allá—, aunque enfermó y falleció al poco tiempo, y el resto de la familia hubo de regresar al ‘conventillo’ de siempre. Pero en los años 70 y 80 floreció aquella palabra tétrica, proceso , y a Tano le hicieron visitar las cincuenta comisarías de la ciudad sólo por permanecer en un bar o en una terraza después del toque de queda. «¿Pero qué hacés tú acá?», le preguntaba el comisario, que le conocía del barrio. «¿Y qué se yo? ¡Preguntale a ese!», y apuntaba al agente de paisano con el que se topó. Más terrible fue cuando una vecina llamó a casa suplicando noticias de sus hijos, amigos de Tano, porque hacía dos días que no iban por casa. «Desaparecieron. Nunca más se los volvió a ver». Así de sencillas y así de heladoras eran aquellas ausencias forzosas y definitivas decretadas por la dictadura austral. Y luego cuando fue cámara de televisión entró cien veces —visitas, ruedas de prensa— a la Esma en cuyos pavorosos sótanos se dañaban cuerpos y almas, como después se supo con horror, y reniega cómo jamás vieron nada, ¡parecía todo tan normal!

Jugó en el segundo equipo del San Lorenzo (donde también se estiraba al césped el portero D’Alessandro) y sirvió a la patria en la Marina, más tarde se recibió y entró a trabajar al canal 11, la conocida Telefé, donde permanecería casi veinte años cámara al hombro. Premios —el Martín Fierro—, distinciones, insignias, un beso de Kim Basinger, palabras cruzadas en premieres y festejos con Alain Delon, Christopher Reeve, Van Damme o Brad Pitt, centenares de primeros de mayo cubiertos para el noticiero, siempre recibidos a palos por los manifestantes («unos por filmarlos, otros por filmarlos poco») y estancias como reportero en Mozambique, en el Congo... y en la guerra de Bosnia, de donde se llevó un tiro en una pierna (no fue en la sensible rodilla por poquísimos centímetros) al cruzar una calle de Sarajevo. En el primer gran cambio de manos que sufrió la cadena, tanto tiempo líder de audiencias gracias al ‘mago’ Gustavo Yankelevich, Tano sorteó el despido, pero a la segunda, cuando lo compró la española Telefónica y echó a cien a la calle, imposible. Y ahí comenzó un periplo que le llevaría a regentar un par de discotecas y luego, con el temible corralito encima —«me acosté un día y al otro tenía 30.000 euros menos»— por consejo y amores, a trasladarse a la capital leonesa, donde pilotó el bar Patagonia unos años y trabajó de teleoperador y en una empresa de portes trasegando kilómetros rumbo a Asturias y al Bierzo. De nuevo en paro, en 2009 lanzó la caña y pescó extraño oficio que implicaba residir en el propio coso taurino, abrirlo, cerrarlo, mantenerlo, convivir con perros, gallinas y patos (y disfrutar de algún que otro concierto, se entiende). Aceptado. Desde entonces la arena es su casa y su vida, y ya conoce cada rincón y achaque del enorme edificio cupulado. «¡Un argentino en una Plaza de Toros! ¡Pero si allá son más mansos que las vacas!», se extraña Tano de su propia suerte. Y se contesta: «Con el tiempo he aprendido a querer y respetar la fiesta. Es todo un mundo. Y para defenderla o criticarla, primero hay que conocerla... desde abajo».

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