Diario de León

teófilo garcía cuevas

Al Jermoso, cada día

Participó en cacerías sin armas en las que el lobo iba a caer en ese chorco que hoy es reclamo turístico, y pateó como pastor los guapos puertos de picos. pero en su memoria guarda también crueles formas de justicia...

ramiro

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Publicado por
emilio gancedo
León

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Hay montañeses tan recios que apenas dejan vislumbrar la edad que verdaderamente tienen, y eso por lo brillante que es el fulgor de sus miradas, por su risa vibrante —esquirlas levantadas a golpe de recuerdo— y por las historias que narran, buenas y viejas historias de trabajos sin cuento y de los días ya lejanos en los que una guerra llenó de espanto el paisaje. Es el caso de Teófilo García Cuevas, honrado valdeonés nacido en Los Llanos —paradójico nombre en este valle todo pindio, cerrado cada ángulo de murallas calizas— en el año 1924 y hoy arca de remembranzas junto a su mujer Francisca, matrimonio residente en el guapo pueblín de Prada.

Su padre se había casado dos veces y llegó a engendrar once rapaces, Teófilo es el mayor de los seis que tuvo con la segunda esposa. Muchos de ellos embarcarían —como tantos del valle, y de otros valles, y de toda España— rumbo a México y a la Argentina, pero él quedó siempre a cargo de vacas y ovejas, que le tenía afición al ganado, eso sí, «la escuela no la quité», reafirma, porque son legendarios la devoción y el apego que se siente en la Montaña por la instrucción, aunque sea escueta y justa. Siendo niño presenció hechos de guerra, y escuchó noticias de guerra, y sufrió la seca y cruenta posguerra, pero son cosas de las que prefiere no hablar, súbitamente estremecido ante el asalto de la visión de aquel valle atrapado entre dos fuegos, dos ejércitos, dos pavores.

«Que no se vuelva a repetir, que no se vuelva a repetir», repite su letanía. Y brinca por encima de aquel período negro y va a caer al que le siguió, no menos terrible, la década de los cuarenta sin dineros y con el campo empobrecido; y de ella entresaca el año en que construyeron el refugio de Collado Jermoso (prestoso nombre del viejo leonés oriental, este Colláu H.ermosu con hache aspirada). Precisaban manos por doquier, y así fue que se presentó un Teófilo de 16 años que durante varios meses estuvo haciendo el trayecto cuatro veces al día entre subidas y bajadas, lo cual asombra y fatiga si pensamos que el lugar está a 2.064 metros y que hoy una excursión hasta allí basta y sobra para la mayoría de visitantes. «Nada, con los materiales a cuestas por el sedo, y las vigas, por la canal. ¡Era joven y podía con todo!», dice, y tiene aquí recuerdo para los sacos de cemento a las costillas o en la cabeza y también para aquella enorme viga que portó junto a unas vecinas extraordinarias: Evangelina, que hacía sin pestañear esos inmensos trayectos, y también Leonora y Avelina («es que por las vigas pagaban más...», aclara), Así es la gente de Valdeón, los paisanos… y las paisanas.

La mili la pasó en Oviedo pero muy enfermo de la pleura, que la curó a base de postración, y después casó en Prada, donde había estado sirviendo. Se acuerda bien de las veceras, del pan creciendo en el horno, del queso que hacían en casa («ese sí que era natural»), de la torta de maíz, la borona que comían para desayunar («buenísima y sanísima»), del sembrar y recoger patatas, trigo, garbanzos, lentejas, arvejos… en tierras hoy perdidas, ya ni para pastizal; del antruido o carnaval, de las hilas nocturnas donde se avinieron tantos matrimonios (y el cantar de aquella vecina de baja estatura que decía: «Aunque soy pequeñina/ quiero casarme/ porque tengo mis cosas/ como una grande»), de las peleas de toros y las audaces apuestas que motivaban, de unas Ordenanzas Concejiles «mucho más sabias que la administración de ahora»… y de las cacerías en el Chorco famoso, gente y gente, uno por cada casa una vez escuchado el ‘toque a lobo’ que llamaba a batir los montes y a acabar con la alimaña en el pozo bien enramáu para que no viera el fondo que le esperaba. Y después, a pasearlo por otros pueblos para sacar algún dinero.

Y como va habiendo confianza, y Francisca lo anima, comienzan a aparecer historias de esa guerra que Teófilo no quiere recordar. Y asoma la huida furibunda de los republicanos llevándose «todo el ganado de Valdeón» por la canal donde corre el agua de Caín a Camarmeña y al salto hidroeléctrico de Poncebos, construido a principios del XX. Lo secaron, y por allí condujeron vacas, ovejas, cabras... dejando sólo una o un par de cabezas a los vecinos. El padre de Teófilo, aunque republicano y de izquierdas, y con cargo municipal, peleó por dejarles algo más a unos vecinos que tenían mucha necesidad, y por eso lo tuvieron preso unas cuantas semanas.

Culebrea la charla por los senderos que hollaban estas gentes para ir a Cangas pongamos el caso, por Dobres y Amieva hasta caer a Onís, echando el día; o las ferias de ganado, sobre todo a Riaño cuando era tal y a Potes con las montañesas y las ratinas. Siempre andando, siempre. Y así, poco a poco, alcanzamos el final de la guerra y la curiosa forma de justicia que ponía en práctica el ejército franquista: cuenta Teófilo que hacían filas e iban contando: uno, dos, tres, y cuando llegaban al 30, a ese lo salvaban... el resto, fusilados. Con ese despiadado método se salvaron familiares suyos, pero otros murieron... y un hermano, salvado, se echó al monte y anduvo con la partida de Leoncio, el maqui de Picos, hasta que los guardias la localizaron y acabaron con ella, los cuerpos al otro lado del puerto, hoy cubiertos por las aguas del pantano. Por eso el hijo de Leoncio quiso ser incinerado y que se echaran sus cenizas al embalse... para estar cerca del padre.

«Que no vuelva a pasar, ya vos lo digo».

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