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manuel álvarez, ‘el obispo’

Agua bendita para los ajos

se disfraza de prelado para vender el pimiento y el ajopuerro. de pequeño quería ser «algo díficil, mecánico o torero», pero acabó ganando muchos premios con sus portentosas hortalizas

ramiro

Publicado por
emilio gancedo
León

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Érase una vez un guaje que acompañaba a su padre a vender la buena hortaliza de las orillas del Órbigo, con el carro y el caballo, rumbo a la dominical plaza de León, en los finales años cuarenta, quizá principios de los cincuenta. Y aprovechaban el paso por los pueblos para colocar mercancía, y en Carrizo lanzaba el padre su proclama al aire: «¡Hay planta de berza, pimiento, ajo, ajopuerro…!». Y el chaval se metía debajo del carro, avergonzado de aquellas fuertes voces. «¡Huy, si aquí hay un rapacicu !», atisbaba una paisana. «¡Y paez que se ascobarda !», añadía, para mayor mortificación suya. Pero el pequeño Manuel ya cavilaba allá abajo junto al eje y en cuanto salieron por el camino entre unos chopos empezó a vocear: «¡Hay planta de berza…!». El padre lo miró. «Muy bien, pero mira, eso lo tienes que hacer cuando haya gente…».

A Manuel Alonso Álvarez Blanco («Manuel Alonso es todo nombre, ponlo bien, que en la mili se confundieron con otro y a poco no me licencian») lo mandó el padre a estudiar con los padres Palotinos a Molinar de Carranza, plena Encartación vizcaína, dos años, y luego a Veguellina cuando instalaron colegio aquellos frailes seguidores de Pallotti, para que saliera cura o quién sabe si arcediano y se alejara de aquella casa donde sólo había vacas de trabajo y un caballo a mayores, y dos hectáreas o cosa así de labor, con algo de renta, y el monte periódicamente repartido en quiñones; y huerta, claro.

Pero Manuel siempre anheló «algo difícil, algo de romperse la cabeza: mecánico o torero», lo del apostolado era cosa del padre que a Manuel no le hacía mucha gracia… y quizá en desquite de aquella imposición decidió un día autonombrarse metropolitano de Villares y a las ferias acudir, con su donaire y salero, tocado con el boinete , como le llama, y muchos colorines, atrayendo simpatías y pedidos. Sabe mucho de hortalizas este hombre siempre alegre, aunque antes de esa etapa había estudiado Calderería en Vigo, por aquella Formación Profesional que llamaban Acelerada, y quedó primero en trazado-dibujo. Y fueron allá unos de la Citroën pidiendo los seis que mejores notas habían sacado para llevárselos a la factoría. Pero echó cuentas Manuel con otra posibilidad laboral, la de marchar a Suiza a un hotel, y sacaba más de allá, y nueve años estuvo de ayudante de cocina en Zúrich. A la vuelta, desempolvó los conocimientos hortelanos que le había legado su padre —aquel hombre que luchara en Brunete, en el Cinca y en el Segre, y que contaba las veces que un muerto le había servido de almohada—, compró tractor y se instaló por su cuenta y riesgo.

«De este pueblo se llegaron a mandar para Asturias 200.000 manadas de seis puerros cada una, ahora apenas se producen 400», cuenta, y recuerda aquel trabajo de mondarlos y atarlos, la familia en pleno afanada, y les daban la una o las dos de la mañana para que al día siguiente pudieran ser hervidos en Oviedo o hechos purrusalda en Bilbao.

Los trasiegos de Manuel, el Obispo , también Solinge porque su padre era vecino de un paisano que vendía máquinas marcas Singer y Solingen, eran importantes. Iba a La Bañeza (veinte o treinta carros marchaban allá desde su zona), a Santa María, Astorga, Benavides y toda la Ribera, a León, La Magdalena, Riello, al Valle Gordo incluso… y con cebollín y planta de berza, al Bierzo, a Bembibre (la víspera de San Pedro) y a Ponferrada, con el carro puerto de Manzanal arriba. Lo más lejos que algún paisano llegó, a Villablino y San Emiliano, con cebollas, ajos y pimientos justo antes de las matanzas, y lo vendía todo, hasta algún saquín de habas o de trigo. Manuel, con su ‘cuatro ele’ y posteriores furgonetas, fue pionero en La Robla y La Pola, y como llevaba una pegatina de Prada A Tope, pasaba por berciano (si le preguntaban, decía que tenía un cuñado junta Cacabelos), aunque nada tenían que envidiar sus sanísimos pimientos a los de la hoya. Ya motorizado, comenzó con los disfraces de obispo o de payaso (en Villadepán, Omaña oculta, le recibió un vecino a la voz de «¿qué hace el señor obispo por aquí?») y fue famoso en estas verdes contornas. Como siempre le gustó mucho «hacer figuras y telares», era el Poncio Pilatos del Corpus cuando se representaba en Villares y echaba las truchas al reguero para que las cogieran los chavales, pero también se atavía de muchas formas con la asociación La Casina, saca un largo cuerno de un manojo de pelo rebelde que tiene, en las bodas se tira una colcha por encima, se llena la cara de nata y asusta y besa a las mujeres… Canta y baila en los viajes de jubilados y cierta vez, después de una aplaudida actuación, dio las gracias en cuatro idiomas —recuerdos y chapurreos de su trabajo hotelero— para pasmo de la cazurra concurrencia.

Manolo está ya jubilado, dejó las grandes cantidades de pimientos, ajos, cebollas, alubias y garbanzos y ahora mantiene cuatro cosas para el gasto diario. Eso sí, de las paredes de su portalón cuelgan 16 diplomas a las mejores ‘riestras’ de ajos llevadas a las ferias de Villares y Veguellina, producto en cuyo cultivo ha sido uno de los más consumados expertos. Oigamos su amorosa homilía para obtener el mejor ajo: «La tierra, bien abonada. Esmérate en la simiente. Lo menudo, no lo eches. De distancia, una cuarta entre una y otra. No riegues mucho, ¡hartones de agua, no!, sólo para ‘consolarlo’. Quítalo cuando veas las porretas contra moradas. Y a secar y a enrastrar. Y trátalo como la fruta, no le des golpes». Claro, con mimo, como todo. Si ya lo dice este prelado hortelano, sabio y bienhumorado: «De las malas paleras, no esperes buenas vilortas».

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