leandro rodríguez, ‘calandro’
los secretos del tomatero
hace doce años recibía el tomate de oro de mansilla este hortelano que posee la más antigua y pura simiente riberana y que es dueño de vehículos de auténtico museo: una sava y un barreiros que todavía atruenan
«¡Y aquí están estos huesos todavía!», proclama Leandrín triunfante y hasta algo sorprendido de haber alcanzado el día de hoy después de tanto arar y tanto aricar y tanto segar y trillar y acarrear y poner plantones y recoger fruto y andar de acá para allá primero con su cirila y después con su Sava, hortelano de raigambre y muchos telares en casa que constituyen abigarrado repaso de dos mil años de labor agraria: tras su portalón se comprueba el salto de vértigo que media entre el arado de vertedera y la grada industrial, entre la collera de la mula y el gran Barreiros pintado de rojo que duerme en la cuadra y aún brama como enorme y mansa bestia de carga.
Leandro, pequeño de talla, largo de conversación, nació en Mansilla de las Mulas en 1926, ocho hermanos en total y el padre obrero y hortelano con dos únicas buertas de heredad. «Las pasamos negras, yo de niño iba a pedir limosna por los pueblos en una borriquilla; a todos menos a Reliegos porque allí teníamos familia y me daba vergüenza. En Villaverde de Sandoval me daban una patata en cada casa, o pan negro de centeno». Pero su infancia incluía también presentarse al matadero a por sangre de vaca «que luego comíamos con patatas», acudir al portal de la carnicería «a las cinco de la mañana para poder comprar tres pesetas de sebo» y algo de escuela. «Un maestro pegó una vez a un chaval y cuando estalló la guerra acabó fusilado. ¡Fusilaban así, por cualquier cosa, por mirar mal a alguien, bobo!», denuncia. «Y sacar tierra para hacer adobes que luego vendíamos en primavera, y cavar hoyas para viñas, y para chopos... ¡ahora no saben lo que es trabajar!», y esta frase la repite una vez y otra.
Con 15 años lo ajustaron de criado en una casa de Villacelama, venga a segar y a sacar remolacha, «ponían la hogaza encima de la mesa y decían los días que tenía que durar», y de allí pasó a la cercana Villanueva de las Manzanas, donde estuvo dos años en buena casa donde lo trataron como a un hijo; «aquel hombre me enseñó a segar el cereal y la alfalfa, y a picar la guadaña. Un verano reunió una tropina, él, yo, y una chica de Villarroañe que atropase las gavillas. Quedó asombrado de lo rápido que iba, lo bien que había aprendido a segar. ¡Le cortaba las patas, coño!».
Estaba a gusto y ya lo iban a ajustar para el tercer año cuando un día oyó al amo comentar: «Parece que comes mucho pan». Tan mal le pareció aquello que decidió dejar la casa a pesar de las súplicas de la dueña, ¡buen orgullo tuvo siempre Leandro!
Pasó a otra casa fuerte de Villacelama —araban con dos parejas de bueyes y otra de vacas—, donde cobraba 3.000 pesetas al año, y más tarde lo contrató uno que tenía carnicería en Mansilla y finca grande. «Hacía de todo, pelaba callos, preparaba los chorizos, le araba la huerta, barría la hoja, ¡todo!». Tuvieron diferencias por causa de cuartos y el paisano le dijo que no lo volvería a contratar «en la vida». Eso sí, cuando volvió de la mili, que cumplió en Salamanca, la última quinta que estuvo dos años, le pidió que volviera a su lado. Pero ya lo habían llamado para un almacén de piensos de Santas Martas, no era pequeña su fama de trabajador. A los 22 años se casó y empezó a trabajar con energía las tierras del suegro («ese verano acabamos los primeros», se enorgullece), comenzando faceta de esforzado hortelano.
Con su espectacular Sava verde —36 años, 100.000 kilómetros, se la quieren comprar y no la vende, hace poco un abulense le grabó en móvil, maravillado, el sonido del motor— iba a vender a la leonesa Plaza del pescao , o de Colón, pero también mandaba 8.000 kilos de tomate para el mercado madrileño de Legazpi, 12.000 kilos de zanahoria a Asturias «y cebolla larga, que no la hay ya, y pepino, y escarola». Tomate de Oro en la Feria de Mansilla hace doce años, es dueño de la auténtica e inimitable semilla riberana y sigue vendiendo entre ocho y diez millares de plantas de tomate de la mejor calidad. «¡Mira que simiente, mira! —la remueve con los dedos—. Los supermercados no lo quieren porque dicen que es un tomate blando, ¡blando, dicen! ¡No tienen ni idea!».
—Con este tomate vas a Lima. ¡A Lima vas!