emilio gonzález mayo, ‘melé’
El ‘puntín’ del potajero
280 kilos de garbanzos, 130 de arroz, 12 de pimentón, 160 barras de pan, cebolletas, ajo, porretos... La receta para un ágape donde comen 3.000 personas, el Santo Potajero, es enorme y laboriosa, pero Melé ya le ha cogido el aire. Este miércoles vuelve el episodio más sabroso de la Semana Santa
Lo mismo que en el rugby la palabra alude al mogollón de todos los jugadores arrimando el hombro, en La Bañeza anda Melé metido en todos los frentes echando una mano, procurando ayuda, siempre en cooperación con los máximos emblemas de la bañezanía rampante: el carnaval, el fútbol, la Semana Santa. Jugó en el equipo local con rapidez de águila rubieja y a orilla del Tuerto entrenó a mucha rapazada; sus atuendos de antruejo son legendarios —aún se recuerda aquel año que ensayó giros y giros por toda la ciudad con tules de bailarina (y que no falte la pandereta, marca de la casa)— y en los días de Pasión multiplica Melé sus esfuerzos y junto al resto de cofrades de Nuestra Señora de las Angustias y Soledad se afana en tenerlo todo dispuesto para ese prestosísimo momento, aleación de tradición, vieja caridad y manduque en armonía, que es el Santo Potajero. Dice que era su abuela Angélica encargada de prepararlo con ‘La Curina’ y que poco a poco fueron las nuevas generaciones aprendiendo a manejar cantidades, mañas y tiempos de cocción hasta alcanzar el último secreto, pues lo más importante en este acto gastronómico entre castrense y litúrgico, popular comunión del garbanzo y el bacalao, es rozar con los dedos algo tan inaprensible y escurridizo como el «puntín», dice. Darle el punto justo, ese sabor, imposible la descripción, a túnica púrpura, legumbre, incienso y confidencia con los compadres comiendo el potaje en la calle.
Melé se llama en realidad Emilio, y el sobrenombre por el que es conocido en toda La Bañeza y sus riberas se lo puso un carpintero de la calle Juan de Ferreras («me empezó a llamar ‘Emelé’, ‘Emelé’, y con Melé me quedé») cuando de niño iba corriendo a su taller a hacer diabluras entre las tablas. Su padre era ‘El Chiqui’, churrero célebre, y desde los diez u once años arrancaba cada mañana pedaleando con una cesta atada detrás, llena de churros, rumbo a barrios como los de San Julián o Santa Elena, a venderlos por las casas. Eran días enteros al aire. «Quitando la comida y la cena, y la escuela, estabas todo el día en la calle», anota. «No tenías dinero, no podías ir a los bares o a las tiendas, ¿qué ibas a hacer? Pues estar por la calle». Corrían en bandos de 30 o 40 guajes, jugaban al peón y al carpetón, robaban peras («y si nos pillaban, te daba el paisano y luego tu padre») y soñaban con ser futbolistas, venga a pegarle patadas al balón, y el adoquinado de la ciudad siempre amanecía surcado de áreas y bandas trazadas a tiza. «No jugabas un partido, no, echabas cinco o seis al día», avisa. De perfil aquilino y cuerpo nervudo, montó un equipo de apropiado nombre, Las Águilas, y después a seis o siete los cogieron para los Juveniles de La Bañeza F.C. Bregó cuatro temporadas en tercera división y el servicio a la patria lo cumplió en Es Fortí, club deportivo militar de Palma de Mallorca, poco dinero pero buena mili, que a la playa «siempre se puede llevar un bocadillo». En el 78 entró a trabajar en el ayuntamiento como fontanero y hoy continúa laborando en el servicio de aguas. Ciudadano de cepa («no me gusta que hablen mal de La Bañeza delante de mí… aunque tengan razón», reflexiona, algo filósofo) y tuvo pena porque este año una lesión de rodilla le impidió el disfraz y el jolgorio («el año que viene, en vez de ocho, me tocan quince días», avisa, y no olvida la vez «que fui de palmera y justo cayó una nevada…»). Ahora pone a punto las enormes ollas (de cobre las más antiguas, dos siglos mínimo), la leña y los largos cucharones, y las andas del Resucitado, pequeña talla portada por niños, entrañable deidad a escala moza, y los ingredientes: «280 kilos de garbanzos, 130 de arroz, doce de pimentón, 150 litros de aceite, y 160 barras de pan, más las pastas y las naranjas de postre». Todo para seguir la costumbre cuya raíz está en el reparto de caldo a los pobres y presos de la cárcel que hacía esta antiquísima cofradía con inicio en 1615 y acaso antes. Melé pide por las casas y calles para el ágape gratuito, es cosa de mérito porque no vale todo el mundo para ello, pero él no olvida un solo rostro.
«Tenemos ilusión, hay que seguir adelante con esto, no se puede dejar caer», dice alguien cuya frase más representativa es «¡hay que echar una mano!», y acto seguido: «Pero si yo no soy importante, ¡a qué tanta entrevista!».