Diario de León

DE LA VALDERÍA AL VALLE DEL RHIN

«Vinieron unos señores muy altos...»

Eran alemanes y tenían una cámara de fotos. Ofrecían educación gratuita a niñas de familias humildes y a cambio retrataron un León insólito, anclado en la Edad Media

Imagen tomada en el colegio Hildegardisschwestern. Rocío de Luis es la niña de falda roja y chaqueta blanca al lado de la monja. Las alumnas presentes son indias y españolas.

Imagen tomada en el colegio Hildegardisschwestern. Rocío de Luis es la niña de falda roja y chaqueta blanca al lado de la monja. Las alumnas presentes son indias y españolas.

Publicado por
EMILIO GANCEDO
León

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Aquella chavala de doce años nunca había visto antes unos cubiertos. Temerosa, se asomaba a la larga mesa tendida y le admiraba y a la vez avergonzaba aún más comprobar que otras niñas y niños, algunos incluso más pequeños que ella, blandían con regular acierto las forquetas y cuchillos y atacaban y manipulaban con ese tintineante instrumental un alimento que tampoco viera nunca en su pueblo, una chuleta de buen grosor con su parte de hueso y todo. De ahí que decidiese silenciar el gruñido que le subía desde el estómago y se negase a probar bocado, y a las preguntas inquietas del personal encargado del comedor, los mirarse con grandes ojos ansiosos y susurrase: «Es que no tengo hambre…».

Aquella niña de doce años se llamaba Rocío de Luis Vizcaíno y fue una de las alumnas ‘reclutadas’ de una forma que hoy parecería pasmosa e imposible por un grupo de religiosos alemanes en su aldea natal, Morla de la Valdería, hasta donde consiguieron llegar una primaveral mañana de 1962. Fue un día que cambió de manera completa la vida de Rocío, hasta ese momento restringida a las limitaciones impuestas por un medio donde el único objetivo era sobrevivir en medio de grandes carencias, y la propulsó a un mundo cuya mera existencia desconocía del todo. Sin una gradualidad, sin una progresión, Rocío pasó prácticamente de la Edad Media al siglo XX: los cambios, algunos sutiles, otros colosales, que el resto de leoneses vivió de forma paulatina —a pesar de la relativa rapidez con que el país se desarrolló a partir de los años sesenta—, esta morleta los afrontó en apenas unos días, las semanas que mediaron entre la aparición de «unos señores muy altos» («yo era un tapón, tenía doce años y levantaba como una de siete») en un pueblo a medio camino entre la Cabrera y la Valdería y los comienzos de su difícil aclimatación en el colegio Hildegardisschwestern vom Katholischen Apostolat.

Esos señores, sacerdotes y monjas, viajaban por España con una única misión: llenar las aulas de su centro escolar católico, unas amplias y excelentemente dotadas instalaciones cercanas a la ciudad de Neustadt an der Weinstrasse, en el estado federal de Renania-Palatinado. Se acercaban a las poblaciones que percibían más necesitadas y golpeadas por el olvido y la falta de recursos y hablaban con el párroco local y con padres de niñas en edad escolar. Y trataban de convencerlos para llevárselas consigo. «Yo me pregunto ahora, después de todo este tiempo, si aquello fue algo propio de personas inconscientes o de personas valientes. Porque, ¿cómo dejar que una hija tuya, pequeña, se vaya tan lejos, con una gente a la que no conoces de nada? Te prometen que va a estar bien, sí, pero, ¿qué garantías tenían esas familias?», se cuestiona Rocío de Luis, hoy residente en Avilés. «Supongo que firmarían algo, algún papel, pero, sinceramente, no lo recuerdo», añade. En su caso, el padre de esta enérgica leonesa no parece que tuviera dudas. «Estaba decidido a que sus hijos estudiaran, a que salieran del pueblo y tuvieran acceso a otro tipo de futuro. Eso sí, me preguntó antes: ‘¿Tú quieres?’ Y yo le dije que sí, yo era muy lanzada, pero no sé si en este caso se trataba de valentía o simplemente de ser una cabeza loca».

El primer paso fue hacer la maleta, despedirse de los suyos y viajar con los religiosos, alguno de los cuales dominaba el español, hasta Veguellina de Órbigo, donde llegarían también potenciales alumnas de otras comarcas leonesas. Comenzó entonces para Rocío el bombardeo de novedades impactantes, de retos para los que una guajina que nunca antes había salido de Morla apenas estaba preparada. Lo primero que le extrañó al bajar del autobús fue… que no hubiera montes. La ausencia de sierras en la Ribera la dejó sin referencias visuales en una primera desorientación geográfica a la que después se sumarían muchas otras. Por ejemplo, por más que buscó no encontró en el colegio donde se alojaban cuadra o corral, o montón de abono, donde hacer sus necesidades, y cuando le mostraron la taza del váter, se extrañó enormemente: «¿En una pota? ¿Cómo voy a mear en una pota?»

Después de dos semanas en Veguellina pasó la comitiva a Molinar de Carranza, en Vizcaya, y allí acabarían por agrupar los alemanes al resto de chiquillas procedentes de todo el país, en un número que Rocío calcula cercano a la cincuentena. Y de allí se dirigieron al esperado desembarco en Neustadt. Con una afabilidad y una franqueza que permiten vislumbrar, y muy bien, el alcance del desparpajo con que afrontaba la vida aquella moza, Rocío de Luis comenta al Diario algunos de los principales descubrimientos que hizo en aquella época. «Una vez que nos llevaron a la playa de la Concha, en San Sebastián, vi un hombre en bañador. ¡En la vida había visto yo tal cosa!». Y antes se había montado en el tren, que le pareció enorme y muy largo, con una mezcla de miedo y fascinación en el cuerpo, y ya en el colegio, la lista de primicias aumentaba sin cesar. Su comarca conocía la luz eléctrica, pero era intermitente y oscilante, y seguían allí empleando los llumbreiros o teas hechas de urces; el pueblo aún no disponía de agua corriente y por eso a Rocío le llamaba tanto la atención la precisión de los grifos; y el váter, tan blanco, nunca antes usado; pero también el teléfono; la televisión, cine en miniatura, y, en la ciudad, el trajín de los vehículos —pocos eran los que pasaban por Morla—, las riadas de viandantes que pasaban en tropel sin saludarse y el hipnótico guiñar de los neones anunciando las bondades de mil tiendas y grandes almacenes repletos de enseres, establecimientos que dejaban muy pequeñas a las cantinas de su tierra, dotadas sólo de vino, escabeche, cordeles y alpargatas. «Yo estaba deslumbrada», resume.

La leonesa pasó unas primeras semanas con murria de las cosas y paisajes de su pueblo natal pero a base de soltura y buen humor fue poco a poco haciéndose a aquella vida, y no sólo gracias al apoyo que le proporcionaban las otras dos niñas morletas que la acompañaban. «La educación era muy buena y la mayoría de las profesoras y monjas nos trató muy bien y con cariño». Una formación básica —de la que ella había carecido casi por completo— que podía orientarse hacia la especialización o hacia la vida religiosa («te sondeaban por si querías vestir los hábitos, ser monja como ellas, pero no creo que hubiera una auténtica presión en ese sentido», considera) y en la que, después de una primera fase con profesoras en español, no faltó una auténtica inmersión en la lengua alemana. «¡Yo, la verdad, no concebía que fuera de Morla se hablase otro idioma!», ríe. A su madre, por ejemplo, le era muy difícil transcribir la ininteligible dirección del colegio en las cartas que periódicamente le dirigía, y había de copiarla, pacientemente y letra a letra, a partir de la que figuraba en los remites. Y aunque Rocío acabó por dominarlo (hoy suelta algún que otro taco en alemán, «para que no me entienda nadie»), no fue fácil el proceso. «Aprendías rápido porque eras joven y lo captabas al vuelo, y porque todo se impartía en alemán, pero claro, a veces cambiabas palabras, o la pronunciación, y querías decir una cosa y te salía otra. En una ocasión me dirigí a la directora del colegio llamándola ‘cerda parida’ cuando en realidad quería atraer su atención diciendo ‘mire usted, mire’, y en otra entré a una tienda y pedí ‘un par de kilos de peras’, pero me salió ‘un par de kilos de putas’. Salió corriendo detrás de mí el tendero… vaya un lío que monté».

Rocío de Luis Vizcaíno permaneció en aquel colegio entre 1962 y 1969, y regresó a España a causa de la necesidad que tenían de ella en casa tras la muerte del padre. Pero gracias a su dominio del alemán, poco después encontró trabajo en la empresa Ensidesa de Avilés, ciudad asturiana donde se casó y continúa residiendo. «Algunas dejamos el colegio cuando recibimos una educación suficiente, sí, pero otras continuaron e hicieron carrera, convirtiéndose en enfermeras, por ejemplo, y se quedaron a vivir allá», recuerda De Luis, y anota que muchas han mantenido el contacto, pues periódicamente se sigue reuniendo con antiguas alumnas, viéndose bien en Alemania —aunque el colegio pervive, abandonó aquella sede—, bien en diferentes lugares de España. «Mira, ésta soy yo —y enseña dos fotos—, aquí estoy llorando porque se marchaban unas compañeras de la India (indias y españolas era lo que más abundaba, también había francesas y holandesas), en esta otra ya estoy más contenta».

Resulta curioso, y más en estos momentos en que la educación en colegios religiosos resulta la más cara de todo el espectro educativo, que aquel centro era completamente gratuito para las familias de las residentes, tanto en lo que respecta a la formación como al mantenimiento de las mismas, y no sólo eso, sino que en caso de necesidad (por ejemplo, con motivo del fallecimiento del padre de Rocío) enviaba algún dinero a aquellas que lo precisasen. «En general, esa etapa me sirvió de mucho, no sólo por haber recibido una educación y por haberme cambiado la vida por completo, sino porque también me hizo aprender a valorar especialmente la familia y los amigos, dado que, aunque allí nunca me faltó de nada, sí noté la ausencia, el cariño de los míos. Por ejemplo, a mi padre le eché terriblemente de menos. Desde entonces no hay miembro de la familia con el que no tenga relación».

El pasado, en color

Hay otro aspecto, y éste de gran valor etnográfico, derivado de la llegada de aquel grupo de alemanes a ese pueblo que, a pesar de mantener el apellido de la Valdería, advierte ya en toda su fisonomía la inminencia de la Cabrera. Y su primera pista está en un libro publicado el pasado mes de agosto, Hubo un pueblo llamado Morla , volumen de asombrosa exhaustividad que reúne información etnológica, histórica, social, natural y lingüística (ese leonés que aún se conserva en términos, giros y topónimos), y que presenta entre un gran repertorio gráfico de 688 fotos antiguas, unas extraordinarias imágenes, en color, tomadas precisamente ‘el día de los alemanes’. El coautor del libro, Rodrigo Castaño, sobrino de Rocío, explica: «Yo no tenía ni idea de la existencia de estas fotos; cuando nos pusimos con el libro insistimos mucho a la gente para que buscase en sus álbumes imágenes antiguas de Morla, y así, poco a poco, fueron apareciendo cosas. Precisamente fue mi tía la que recordaba que el día en que llegaron los alemanes también habían tomado varias instantáneas con la intención de ponerlas en común ya en su país. Fue ella la que contactó con antiguas compañeras que siguen en el colegio, y éstas a su vez las encargadas de escanearlas y de enviárnoslas».

Castaño, un gran conocedor de la vida tradicional en el suroccidente leonés, se sigue sorprendiendo ante cada ojeada que echa por estas ventanas hacia un pasado no tan lejano: un pueblo con su arquitectura popular incólume, todo casas de patín y corredor, piedra, pizarra, cañizos, cuelmos de centeno y calles cubiertas de barro. «Estas imágenes son sorprendentes», dice, y muestra una niña en la fuente que mientras llena el cántaro mira al fotógrafo entre inquieta, asustada y curiosa, quizá comenzando a pensar que hay otras cosas y otras gentes más allá de los montes de Morla…

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